alían
dos vecinos en un coche campero camino de Ronda, para ver torear
a un muchacho nuevo de Camas, cuentan que la viva estampa de
aquel faraón de las esencias. Y por la calle del barrio, en la
tarde septembrina metida en vendimia de lluvia con las uvas de
sus goterones, venía Antonio Galisteo. Quien tuvo retuvo. Y
quien tuvo la gloria de ser torero retuvo los andares. Los
toreros, aun retirados, mantienen los andares como los obispos
eméritos el respeto de las solteronas de novena, rosario,
abanico y cretona. Galisteo ahora vende flores, como antes
vendió las de su capote o sus banderillas. Y camino de su
floristería iba con andares toreros. Ese compás del paseíllo es
como montar en bicicleta, nunca se olvida. Y desde lejos, con el
plural mayestático de los ritos solemnes, alzando la mano
derecha y haciendo con pulgar e índice el signo de tocar pelo,
me dijo:-- ¿Qué, el domingo
reaparecemos en la Maestranza, no?
Galisteo hizo que me acordara de Belmonte,
otro que nunca perdió los andares toreros, y que se pegó un tiro
para que nadie lo viera arrastrando los pies por la calle
Sierpes. A ver si no me pasa hoy, en esta puerta de cuadrillas,
reliado al capote con la jindama del tararí al lado de estos dos
maestros, Antonio Mingote y Jaime Campmany, como a aquel
torerito retirado por las cornás del canguelo que se le acercó a
Juan Belmonte mientras tomaba café con Rafael el Gallo en su
tertulia de Los Corales. Metiéndose en la conversación y en
donde a nadie le importa, el torerito retirado por el fracaso le
espetó al Pasmo de Triana:
-- Don Juan, ¿sabe usted que voy a volver?
Y don Juan, en el tartajeo sublime al que
algunos rendimos tributo con un habla abelmontada, le dijo:
-- ¿Y qui...qui.. quién te ha pedido que
vuelvas?
Eso, eso: ¿quién me ha pedido que vuelva? Pues
usted, lector. No ahora, sino todos esos días en que me echó de
menos. Hay sitios de donde uno, por mucho que se aleje, no se
va. No creo que Luis Cernuda se fuera nunca de Sevilla, ni que
Alberti se fuera nunca del Puerto. He estado por ahí, pero en
realidad no me he movido del sitio. Del sitito de su memoria,
lector, que me hacía el honor de echarme de menos. Siempre es
mejor que lo echen a uno de menos que de más. En realidad vuelvo
para no responder más preguntas. Para poder asistir tranquilito
a la próxima cena de los Cavia. Cada vez que cogía el Ave y el
esmoquin para ir a los Cavia, sabía que me iban a preguntar cien
veces:
-- ¿Y tú cuando vas a volver a esta Casa, que
es la tuya?
Ea, se acabó: ni una pregunta más en la cena
de los Cavia. No por nada, sino porque hasta a mi esmoquin le
daba una pereza horrible responderlas. Por no salir del
periódico, es lo que tantas noches de cierre, café, platina y
linotipia contaba Antonio Colón, mi viejo redactor-jefe, que
desde el Tánger de Paul Bowles y del "España" se reencontró aquí
con el liberalismo durante la dictadura. Colón relataba la
historia de aquella vieja moribunda a la que daba el santolio su
confesor, confortándola:
-- Ea, hija mía, pues dentro de nada vas a
estar en la casa del Padre, donde toda perfección tiene su
asiento y todo gozo su eterno reinado. Verás qué bien vas a
estar allí...
A lo que la vieja, abriendo un ojo casi desde
la muerte, respondió:
-- Quite usted, padre, que como en la casa de
una no se está en ninguna parte.
Entero y pleno, que diría mi filósofo de
cabecera, Beni de Cádiz.
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