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Uruguay,
9. Cancela y flores, azulejos y albero, breve jardín. Cuando
ellas llegaron, terminada la Exposición, estos chalés de
Heliópolis eran los Hotelitos del Guadalquivir. Así decía la
tablilla del tranvía que cogían para ir a Sevilla. Como los
trianeros, los de Heliópolis cuando van al centro dicen que van
a Sevilla. Iban a Sevilla en el tranvía las dos hermanas, Blanca
y Amelia Vázquez, llamando la atención de guapas. En el tranvía
de Heliópolis siempre venían muchachas que llamaban la atención.
Frente a Fillol se bajaba la Niña Bombón para dar guerra. Blanca
y Amelia, que habían perdido la del amor, seguían hasta el Banco
de España, para ir a rezar al Señor o para regresar con el
paquetito de Ochoa con una guitita blanquiceleste como bandera
concepcionista. En su chalé de Heliópolis, Blanca y Amelia eran
como unas Justa y Rufina que sostuvieran la memoria literaria de
su padre, el escritor José Andrés Vázquez, del que siempre tan
cerca me sentí, por su amor a esta tierra, por su entronque con
la serrana, por su servidumbre al oficio, por su premio Cavia.
Mucho aprendí en sus artículos, como aquella pieza maestra sobre
el chaqué de Cambó en su visita a Sevilla para alentar la Liga
Regionalista.
Blanca se nos fue un día. Blanca es la muchacha que en las
viejas fotografías de la Hemeroteca está izando la bandera
andaluza por vez primera en la Diputación, en 1936. Una mañana
del Claret, Carlos Muñiz dijo la misa funeral ante el ataúd
donde iban aquellas manos de señorita antigua que izaron la
esperanza de una Andalucía que pudo haber sido y no fue. Quedó
Amelia en su soledad del chalé de la calle Uruguay. Una soledad
con perra. Una perra de lunares, como un vestido de flamenca,
dálmata: «Triana». La perra más sevillana del mundo. Como su
dueña. Y con unos ojos casi tan bonitos como su dueña. Cayó ya
enferma Amelia y cuando íbamos a visitarla estaba en su cama «Triana»,
acostada con ella. Nos miraban las dos. Los ojos de «Triana» nos
decían cuanto los de Amelia callaban: soledad, dolor, olvido. Su
coquetería se quejaba:
-Ay, hijo, Antonio, que no me has avisado y me coges feísima...
Siempre la encontré guapísima. Aquellos ojos... Ojos sevillanos,
amorosos para seguir mirando lo bonita que está Triana. Ojos de
mirar en los palcos novios imposibles un lejano Jueves Santo,
cuando su padre había publicado el «Soliloquio del nazareno» y
ella se haría este retrato de mantilla que está ahora sobre la
peinadora, en un marco de plata. Tan guapa. Ojos de ver llegar
la primavera, de gozarse de Sevilla. Los ojos de Amelia veían
antes que nadie brotar el azahar. Alada mensajera del gozo, me
anunciaba cada año la llegada de las flores blancas a los
naranjos del Guadaira, me hablaba de la dama de noche, de las
magnolias. Y del jazmín. Amelia tenía un jazmín con pedigrí
literario. Cuidaba en su casa un jazmín nacido del esqueje del
Alcázar que Romero Murube regaló a José Andrés Vázquez. Un día
de San Antonio, Amelia se presentó en casa con un esqueje de
aquel ilustre jazmín. Agarró en la terraza, junto al escritorio,
que es jazmín de libros más que lunero. El jazmín, cada luna, me
trae el recuerdo de la hermosura de los ojos de Amelia y de la
sevillanía de Romero y de Vázquez.
Los ojos de Amelia se han cerrado para siempre. Pero esta luna,
cuando abra, su jazminero literario me traerá en sus blancas
flores el aroma de belleza que trasminaban aquellos ojos, que
nunca se cansaban de ver Sevilla. Como yo nunca me canso de ver
en la memoria los ya cerrados ojos de Amelia Vázquez, tan
hermosos que eran como el título del libro de su padre: «Sevilla
en flor».
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