|
TATIANA
nació en una ciudad que ya no existe. Al menos con tal nombre.
En Leningrado. Leningrado no existe, como tampoco el comunismo
que la sacó de pila. El comunismo está recluido en esa reserva
natural que se llama Cuba, una Doñana con palmeras y huracanes
que no se dignan entrar donde no hay libertades. Y donde
protectores de especies en extinción, como García Márquez,
Saramago y los progres Visa Oro del «no a la guerra» preservan a
Castro como al famoso lince de Doñana. En casa de Cristina
creían que Leningrado aún existía. Hasta que llegó Tatiana, la
tata rusa que les mandó la agencia. Tatiana llegó diciendo que
era de San Petersburgo. Cristina, Álvaro su marido, las niñas,
la abuela, todos aprendieron al punto dos cosas: a hablar con
Tatiana en infinitivo verbal, como los indios en las películas
que (por el momento) pone Garci en La 2, y a saber que
Leningrado es ahora San Petersburgo. Les decía:
-Ser San Petersburga.
-¿Y lo de Leningrado?
-Leningrado comunisti...
Y já, já, a Tatiana le entraba una risa nerviosa al evocar el
comunismo. No se lo explicaban. Es más de llanto que de risa que
ahora los simpapeles vengan del antiguo paraíso comunista. Y no
era precisamente de risa lo que por dentro pensaba la madre de
Cristina. Pensaba en aquellos que, queriendo traer al pueblo ese
paraíso, aquel mes de julio sacaron de la cárcel al abuelo, por
el terrible delito de ir a misa los domingos, y se lo llevaron,
para no volver, junto a las tapias del cementerio. Cristina
hasta tuvo que darle un codazo a su madre cuando delante de
Tatiana le dijo una noche:
-Pues que sepas que tu padre, que estuvo en la División Azul
para vengar lo del abuelo, no hubiera consentido un ruso en
casa. Y de Leningrado nada menos. ¡Con lo que pasó el pobre en
el frente de Leningrado!
Desolación de la quimera comunista aparte, Cristina estaba
contentísima con Tatiana. Seiscientos euros al mes. Un solo día
libre a la semana. Limpia. Cumplidora. Más seca que un esparto,
eso sí. Pero les daba pena cuando sacaba las fotos de su pisito,
de su hija, y se echaba a llorar. Les impresionaba lo que dijo
un día, entre lágrimas, en su lenguaje de indio de película:
-Yo venir trabajar Espania para hija estudiar Universidad...
-Llorar, no, Tatiana...
-Sí, llorar, San Petersburga lejos y Tatiana no tener posta y
ayier teléfona locutoria no contestar. No saber casa, no saber
hija.
Más va a llorar ahora Tatiana. La madre de Cristina lo oyó por
la radio y le dijo, tajante:
-Hija, ya mismito estás poniendo a Tatiana de patitas en la
calle. Han dicho por la radio que todo el que tenga una
simpapeles en la casa se va a enterar. Los animan para que nos
denuncien a los que les damos trabajo. Esta te denuncia. No te
olvides que es comunista. ¡Vamos si te denuncia! Esta es
soviética, bolchevique, y te denuncia.
A Tatiana, que para mandar más euros a Rusia ahorraba hasta el
dinero del autobús y se iba andando a ver a sus paisanas el día
libre, la han despedido, no los vaya a denunciar. El Gobierno
quería convertir a los simpapeles en chivatos de sus
empleadores, y no saben el daño que han hecho. Lo han
desmentido, como siempre con freno y marcha atrás. Hoy desmiento
más que ayer, pero menos que mañana. Van con la «L» de la
autoescuela en el examen práctico del poder. En esta España
(perdón, Estado Español) donde empezamos a quemar almacenes
chinos y el de la droguería terminará metiendo mecha a la tienda
de los veinte duros del moro de la esquina, ¿cuántos ilegales
habrán sido despedidos por miedo al chivatazo de los simpapeles?
Correo
Biografía de Antonio Burgos
Libros
de Antonio Burgos en la libreria Online de El Corte Inglés
|