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Siempre
envidio a Arturo Pérez Reverte. Por cómo escribe. Por cómo es.
Por cómo se atreve a decir lo que piensa. Por su temple para
saber hacerse perdonar el éxito, con sus millones de lectores.
Un caballero de la escritura. A quien envidié más todavía la
otra tarde. Le acabábamos de dar el premio Romero Murube. Estaba
cayendo el sol. Lo llamé al teléfono móvil para felicitarlo. Y
lo envidié como nunca lo he envidiado: estaba en Cádiz. A la
hora más hermosa de Cádiz, la que marca el reloj del sol que se
pone en la mar, horizonte de esa joyería de piedras preciosas
que es La Caleta. Lo envidié como aquella mañana que, a bordo
del viejo «J.J.Sister», con Miguel de la Quadra, íbamos por
medio del Atlántico rumbo a las Antillas, nos cruzamos con un
carguero y le dije a Alfonso Ussía:
-Fíjate la suerte que tienen los de ese barco: van a Cádiz.
El barco de Pérez Reverte siempre va a Cádiz, siempre viene a
Sevilla. Está, como Sanlúcar, como las ruedas del vapor «San
Telmo», entre Sevilla y Cádiz. Ha llegado a la sublimación
villaloniana: el mundo se divide en dos grandes partes, Sevilla
y Cádiz. Le ha puesto el nombre de una novela a cada una de las
dos partes. A Sevilla, «La piel del tambor»; a Cádiz,
«Trafalgar». ¿Qué tienen nuestras ciudades que cautivan a los
grandes escritores? No sé si Arturo Pérez Reverte, de mayor,
querrá ser sevillano o gaditano. Una de las dos cosas, seguro. O
quizá se ha hecho ya mayor, andaluz esencial. De esta Baja
Andalucía donde están las últimas estribaciones de Grecia y
Roma. Como un cargador de Indias genovés o un comerciante
placentino, Pérez Reverte se ha sentido en nuestras ciudades
como en su propia tierra. Las conoce y las ama. Más que las
conocen y las aman muchos sevillanos, muchos gaditanos. Sus
novelas son hijas del amor.
Una noche madrileña entré a cenar en Casa Lucio y el famoso
Pérez Reverte estaba en la barra. No lo conocía personalmente.
Se me acercó sin darse la menor importancia, y con la
generosidad de su nobleza me dijo:
-Yo daría cuanto he publicado por haber escrito tus «Habaneras
de Sevilla». Te las cambiaría a pelo, sin mirar...
Yo ahora, Arturo, te daría cuanto he escrito sobre Sevilla y
Cádiz por tu amor a las dos ciudades que has hecho tuyas. Por tu
conocimiento de sus claves. Puedes estar tranquilo. Ya existen
la Sevilla de Pérez Reverte, el Cádiz de Pérez Reverte. Ayer
evocabas tu Sevilla a Pepe Arenzana: «La Semana Santa, la Feria,
el Betis no son la Sevilla a la que me refiero. Cuando digo que
la amo, hablo de una conversación sorprendida en un bar, de dos
señoras charlando con el carrito de la compra volviendo de la
plaza, unos amigos cenando en Casa Becerra o ver amanecer frente
a la Maestranza y sentirse como Juncal». Bingo. Una Sevilla
sustancial, con mucha América dentro, con mucho río, mucho
silencio de cal, de patio, de siesta, de piano de una solterona
que llora con un vals de Chopin amores que se fueron a Cuba. Y
de Cádiz, más de lo mismo. Un Cádiz de torres miradores desde
las que todavía (como en «Un siglo llama a la puerta» del
olvidado Ramón Solís) se están oyendo los cañonazos de la
batalla de Trafalgar, entre humaredas de muerte en el «San Juan
Nepomuceno» o el «Santísima Trinidad». Cádiz empezó a perder las
colonias aquel día de miradores y olor a pólvora. En esas
colonias sigue viviendo, caballero indiano, este Pérez Reverte
que nos ha dado el testimonio de amor por ambas ciudades. Tan en
nuestras claves, que al mercado lo llama plaza. Y que se sabe de
memoria el letrero de Felipe Martín puso en su mesón viñero a la
escamada plata caletera, y que inmortalizó en una novela: «Casi
tós estos pescaos han trabajado de extras en las películas del
Comandante Costró».
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