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LA
villa ducal de Osuna tiene una almazara que muele uno de los
mejores aceites del orbe católico. Algo tiene el agua cuando la
bendicen y algo el aceite cuando la Iglesia lo eleva a la
dimensión sacramental. Santolio llamaban en mi tierra al santo
óleo. Al sacramental aceite de la unción de los pies de los
enfermos para los últimos pasos de la vida; de la frente de los
bautizandos para los primeros; de las manos consagradas al
sacerdocio. La villa de Osuna, donde un duque hizo una Acrópolis
del barroco entre olivares, está en esas últimas estribaciones
de Grecia y Roma a las que solemos llamar Andalucía. Por eso
Osuna tiene un Estrabón de alcalde. Un Estrabón actual, de
Izquierda Unida. Un geógrafo práctico, que aplica amorosamente a
su tierra lo que los cambiantes e inquietantes planes de
enseñanza llaman Conocimiento del Medio. El alcalde geógrafo de
Osuna se conoce el medio y se sabe de memoria los topónimos de
la hoja del mapa de España 1:50.000 del Instituto Geográfico y
Catastral, porque se la ha pateado. Lo conoce regajo a regajo,
umbría a umbría, atardecer a atardecer, solano a solano. Igual
que otros alcaldes recorren el término municipal para ver qué
olivar de los que quedan en el ruedo del pueblo o junto al
antiguo lejío de las eras del común pueden recalificar para un
amiguete y benefactor del partido, promotor inmobiliario de
Madrid que está deseandito pegar el pelotazo poniendo delante de
la puesta de sol una tira de casitas adosadas, el alcalde de
Osuna recorre en busca de la verdad del campo los que fueron
estados de aquel duque dilapidador y rumboso, embajador del
Reino de España en la Rusia de los zares que tiró al río Moscowa
una vajilla de oro. El alcalde geógrafo hace ese interior camino
de perfección en busca de la inalterable verdad del campo. En
busca de tagarninas y rebusca de alcaparras.
Mucho se habla de la nueva cocina, pero muy poco de las viejas
cocinas. Entre las viejas cocinas, el lustre antiguo de la
andaluza. La cocina del subdesarrollo. La imaginación a los
fogones, a los peroles y a las ollas de una gloriosa berza con
tagarninas. Con una buena merluza de pincho, con una buena
pierna de cordero, cualquiera es capaz de achicharrarse bajo los
soles de la Guía Michelín. Es la cocina del dinero, que se hace
en el Norte. En Andalucía se sigue haciendo la cocina de la
imaginación. La cocina de los cortijos, la cocina de los
corrales. La cocina de dar largas cambiadas al hambre a base de
ingenio. Dad a un cocinero afamado, de los que piden respeto,
unos mendrugos de pan y un tomate, a ver qué hacen. El ridículo
más asombroso. No son capaces de hacer felices a los demás como
no esté por delante la buena merluza de pincho, el lomo de
ternera. Tirarán a la basura esos mendrugos de pan duro y ese
tomate. Con los que en Cádiz, en Sanlúcar, harán la maravilla de
la sopa de tomate que tantas hambres quitó. Esa cocina popular
andaluza hizo maravillas contra las hambres aprovechando lo que
el campo libremente daba: unos caracoles, unos palmitos, unos
bravíos espárragos trigueros, los berros del arroyo, las
vísceras que desprecian en el matadero. O unas tagarninas. Yo he
tomado un revuelto de tagarninas cogidas personalmente por el
alcalde de Osuna y fue la cosa más exquisita que en mi vida
probé.
El licenciado Marcos Quijada, que tal cervantina gracia y título
tiene el alcalde de Osuna, está muy satisfecho de lo que le dije
un día: más que en izquierdas y derechas, deberíamos empezar a
clasificar a los alcaldes en los que saben coger tagarninas y
los que no saben cogerlas. Si en la Casa de Campo hubiera
tagarninas, seguro que Ruiz-Gallardón sabría cogerlas. Mucho
mejor que Esperanza Aguirre, que me parece que no es nada de las
tagarninas. Y Pascual Maragall ha llegado a la presidencia de la
Generalidad porque en la alcaldía de Barcelona supo aprovechar
el tiempo, dedicándose a coger las tagarninas del nacionalismo
en los abandonados montes de Convergencia, porque los
catalanistas oficiales se dedican mayormente a coger rovellons.
En Galicia tiene que haber tagarninas, porque me pega muchísimo
que Paco Vázquez sepa cogerlas, como Pedro Pacheco no solamente
las cogerá, sino que se las comerá crudas.
Y como el apaño de tagarninas por las umbrías de los montes
aclara las ideas del grecolatino geógrafo alcalde de Osuna, ha
proclamado esa verdad del campo que nuestra política, tan
urbana, tan tecnificada, olvida: «La gente del campo tiene una
cultura ecológica adquirida en contacto directo con la
naturaleza. El desarrollo sostenible de la Conferencia de Río
lleva siglos funcionando en nuestros pueblos». Esa cultura se
está perdiendo en nuestros abandonados campos, cuya cosecha
fundamental son ya las subvenciones europeas. Extendería la
certeza de este desconocimiento de la verdad del campo a los que
tienen su responsabilidad administrativa. Aquí no sabemos hacer
las preguntas fundamentales cuando hay un coloquio sobre
política agraria. Que no tienen nada que ver con las
subvenciones europeas, ni con el terrible horizonte de ese año
2007 en que desaparecerán, sino con verdades más elementales y
cercanas. ¿Sabe la ministra de Agricultura distinguir una encina
de un alcornoque, un olivo de un acebuche, la cebada del trigo
antes que las espigas empiecen a cabecear? Lo peor de nuestra
política agraria es que sus responsables, en la administración
central y en las autonómicas, son incapaces de captar la
filosofía del campo. Ese espíritu del campo que se puede ver,
oler, sentir, incluso tocar, cuando se va a coger tagarninas,
pero que no puede resumirse en un tratado de agronomía, un
dossier, una tabla estadística, un decreto agropecuario, una
página del Boletín Oficial. El campo habla, pero hay que saber
oírlo, y su sonido de chicharras y tórtolas, de barcinas y
solanos no llega a la ciudad y mucho menos a los despachos de
los ministerios. En esos despachos no saben que los olivos
hablan, si se sabe escucharlos cuando la plata de sus hojas
compite con la Luna, en noches de aceitunas en granazón y
almazaras al aguardo con el esparto nuevo de los capachos.
Un olivarero de Antequera, de los que llevan el aceite de la
hojiblanca al ancho mundo, me ofrece la solución contra la
incultura agraria de esta sociedad urbana y de servicios, donde
los alcaldes no saben coger tagarninas y los consejeros de
Agricultura no distinguen una encina de un alcornoque. Al campo
hay que quererlo, amarlo, sentirlo. Más que técnicas y dosieres,
el campo necesita sensibilidad. Todo lo que se debe saber sobre
el campo y no cabe en todos los tomos de agronomía viene
recogido en un pequeño libro de 125 páginas: «Las cosas del
campo», de José Antonio Muñoz Rojas, señor de la antequerana
Casería del Conde, Virgilio andaluz pasado por Oxford. Allí, por
ejemplo, dice Muñoz Rojas de los problemas del olivar: «¡Oh
viejo olivar! Cinco fanegas de tierra mal contadas, unos rimeros
de olivos viejos, y ¡cuánta belleza! Los troncos negruzcos,
agrietados, retorcidos, enjutísimos, nadie sabe cómo sostienen
los ramones tiernos, la hoja brillante, la flor en abril, la
aceituna en agosto. Hijos del resol, sujetos a toda helada,
maltratados de años y hachas, añadiendo todavía hermosura al
paisaje...»
A los diputados de la Comisión de Agricultura del Congreso yo
les haría oír un capítulo del libro de Muñoz Rojas, como una
lectura litúrgica del evangelio de las verdades del campo, antes
de cada sesión. La verdad de la tierra eterna: «Sola y eterna,
tierra de arados, de sementeras y de olivar, mil veces regada
con sudores de hombres, con cuidados, con maldiciones, con
desesperaciones de hombres, hermosura diaria, espejo y descanso
nuestro. Nunca cansas, siempre lista, inscrita una y otra vez
por hierros y por huellas, volcada por rejas al sol y a la
lluvia, a todo tempero, siempre con la dádiva conforme al
trabajo, medida a nuestros huesos. ¡Ay de los que te olvidaren,
de los que en su piel y en sus ojos pierdan tu recuerdo, de los
que no se refresquen contigo, de los que te pierdan de alma!»
Si Fischler hubiese leído este pequeño tesoro de nuestro campo y
hubiera hecho las reformas de la PAC siguiendo sus divinas
enseñanzas, mucho se hubiese cuidado de que garantizasen la
pervivencia de ese mundo que prodigiosamente describe Muñoz
Rojas. Ya que no podemos exigir que todos los responsables de
Agricultura sepan coger tagarninas, pidamos al menos que antes
de mover un solo papel lean obligatoriamente la verdad del campo
en las 125 hermosas páginas de Muñoz Rojas.
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