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El Recuadro   

 Antonio Burgos

ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


El vestidor de la Esperanza

Todo el que hubiese visitado el Museo Arqueológico o Itálica había visto antes su calva. Calva que venía por la calle San Jacinto pidiendo mármol romano. Como de senador en la Bética de Trajano, su paisano, que en todo su imperio no le aventajó en señorío. Una calva a la que sólo le faltaba un escultor cuando le daba el resol de la mañana del Viernes Santo y, solitario, emocionado, casi nadie lo veía echar mano discretamente a un pañuelo y secarse una lágrima ante la Virgen que vestía. Se ganaba la vida comerciando con alhajas. Vendedor ambulante por Triana o, cruzando el puente, por Sevilla. Todo su establecimiento era una breve carterita. Su honrado comercio cabía en ella, con su manta de joyero. Gargantillas de corales y unos pendientes de plata, como para llevarlos a la novia de una copla. O para írselos comprando a dita, paga a paga, a quien tenía bien ganada su fama de honradez, trabajo y corazón de suprema delicadeza. Entre las joyas, a veces, llevaba las que desde el ahogo de la enfermedad, del paro, de la muerte, le daban para vender:

-Fernando, a ver si puedes venderme estos corales negros que eran de mi madre que en paz descanse, y con lo que te den podemos sacar para el médico de mi Carmeli, que está la pobrecita mía enferma del pecho. Pero que no se entere nadie que estamos pasando estas fatiguitas...

En muchas de estas ocasiones, Fernando hacía el más señorial y caritativo paripé. Tenía organizados sus personales socorros. ¿Que iba a vender una esmeralda para su querindonga a un comerciante con posibles de la calle Castilla? Le ponía cuatrocientos duros más. Los mismos duros que, a la noche, iban flechados para el corral de la niña enferma del pecho:

-Mira, Rosario, lo bien que te he vendido tus corales. Cuatrocientos duros me han dado por ellos.

Y aquellos corales negros de la negra pena, por los que nadie daba un duro, porque no los valían, iban derechos al olvido de un cajón de la cómoda de su casa. Que era su mejor joya. La mínima, pero la más hermosa casita, mejor blanqueada, más cuidada, de la calle Pureza. La de mejores luminarias y colgaduras en las fiestas de guardar. La que en su verde balcón estrenaba la más blanca palma cada Domingo de Ramos. Casa estrechísima, de una sola habitación por planta. Con toda la gracia de su duda femenina, decía:

-¿Tú sabes lo que es un silbido, no, niña? Bueno, pues yo vivo en un silbido.

Un silbido que todos en el barrio respetaban. Porque cuando habían echado a los hombres de la iglesia, y quedaban solas las mujeres, llegaba ceremoniosamente Fernando. Tenía en el primor femenino de sus manos de hombre el privilegio de vestir a la Virgen de la Esperanza. Con los alfileres de blanca cabeza en la boca, iba prendiendo sayas y tocados, encajes y sutilezas, como si vistiera, que en verdad lo estaba haciendo, a su Madre. Vistiendo a la Esperanza, Fernando se transformaba, porque poseía el gusto más popular y exquisito, como hombre ninguno ni mujer tenerlo pudieran, para poner más guapa si cabe a la propia imagen de la Hermosura según el canon del arrabal.

Y como sabían que vestía a la Esperanza, todos lo respetaban. El era el primero que se sabía dar a respetar, y guardaba en aquella casa de la calle Pureza, estrecha como un silbido, el secreto hondo de sus amores oscuros, clarísimos en su dignidad. En esta hora de revuelo de tocados y vestidores, recuerdo con emoción y cariño la discreción de aquel respetabilísimo gran señor de un secreto a voces a ambas orillas del río. Se llamaba Fernando Morillo Lasso. Lo conocían como el que viste a la Esperanza. De Triana. Insisto. De Triana.




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