|
Todo
el que hubiese visitado el Museo Arqueológico o Itálica había
visto antes su calva. Calva que venía por la calle San Jacinto
pidiendo mármol romano. Como de senador en la Bética de Trajano,
su paisano, que en todo su imperio no le aventajó en señorío.
Una calva a la que sólo le faltaba un escultor cuando le daba el
resol de la mañana del Viernes Santo y, solitario, emocionado,
casi nadie lo veía echar mano discretamente a un pañuelo y
secarse una lágrima ante la Virgen que vestía. Se ganaba la vida
comerciando con alhajas. Vendedor ambulante por Triana o,
cruzando el puente, por Sevilla. Todo su establecimiento era una
breve carterita. Su honrado comercio cabía en ella, con su manta
de joyero. Gargantillas de corales y unos pendientes de plata,
como para llevarlos a la novia de una copla. O para írselos
comprando a dita, paga a paga, a quien tenía bien ganada su fama
de honradez, trabajo y corazón de suprema delicadeza. Entre las
joyas, a veces, llevaba las que desde el ahogo de la enfermedad,
del paro, de la muerte, le daban para vender:
-Fernando, a ver si puedes venderme estos corales negros que
eran de mi madre que en paz descanse, y con lo que te den
podemos sacar para el médico de mi Carmeli, que está la
pobrecita mía enferma del pecho. Pero que no se entere nadie que
estamos pasando estas fatiguitas...
En muchas de estas ocasiones, Fernando hacía el más señorial y
caritativo paripé. Tenía organizados sus personales socorros.
¿Que iba a vender una esmeralda para su querindonga a un
comerciante con posibles de la calle Castilla? Le ponía
cuatrocientos duros más. Los mismos duros que, a la noche, iban
flechados para el corral de la niña enferma del pecho:
-Mira, Rosario, lo bien que te he vendido tus corales.
Cuatrocientos duros me han dado por ellos.
Y aquellos corales negros de la negra pena, por los que nadie
daba un duro, porque no los valían, iban derechos al olvido de
un cajón de la cómoda de su casa. Que era su mejor joya. La
mínima, pero la más hermosa casita, mejor blanqueada, más
cuidada, de la calle Pureza. La de mejores luminarias y
colgaduras en las fiestas de guardar. La que en su verde balcón
estrenaba la más blanca palma cada Domingo de Ramos. Casa
estrechísima, de una sola habitación por planta. Con toda la
gracia de su duda femenina, decía:
-¿Tú sabes lo que es un silbido, no, niña? Bueno, pues yo vivo
en un silbido.
Un silbido que todos en el barrio respetaban. Porque cuando
habían echado a los hombres de la iglesia, y quedaban solas las
mujeres, llegaba ceremoniosamente Fernando. Tenía en el primor
femenino de sus manos de hombre el privilegio de vestir a la
Virgen de la Esperanza. Con los alfileres de blanca cabeza en la
boca, iba prendiendo sayas y tocados, encajes y sutilezas, como
si vistiera, que en verdad lo estaba haciendo, a su Madre.
Vistiendo a la Esperanza, Fernando se transformaba, porque
poseía el gusto más popular y exquisito, como hombre ninguno ni
mujer tenerlo pudieran, para poner más guapa si cabe a la propia
imagen de la Hermosura según el canon del arrabal.
Y como sabían que vestía a la Esperanza, todos lo respetaban. El
era el primero que se sabía dar a respetar, y guardaba en
aquella casa de la calle Pureza, estrecha como un silbido, el
secreto hondo de sus amores oscuros, clarísimos en su dignidad.
En esta hora de revuelo de tocados y vestidores, recuerdo con
emoción y cariño la discreción de aquel respetabilísimo gran
señor de un secreto a voces a ambas orillas del río. Se llamaba
Fernando Morillo Lasso. Lo conocían como el que viste a la
Esperanza. De Triana. Insisto. De Triana.
Recuadros de días
anteriores
Correo
Biografía de Antonio Burgos
Libros
de Antonio Burgos en la libreria Online de El Corte Inglés
|