|
LOS
presidentes americanos se distinguen de los españoles por dos
cuestiones: cuando suena el himno nacional, se ponen firmes y se
llevan la mano al pecho...
-Eso es para que con la emoción patriótica no les roben la
cartera, usted...
Sí, como aquel entrenador del Betis que en un ascenso a Primera
sacó la afición a hombros, como un torero. Terminada la
exaltación de la victoria, le preguntaron por el gesto del
beticismo. Dijo:
-Muy emocionante...¡Pero en la bulla me han quitado la cartera!
Para que no les roben la cartera con la exaltación patriótica,
los presidentes americanos suelen llevar un perro, segunda
cuestión que los diferencia de los españoles. Aterriza en la
grama de la Casa Blanca el helicóptero, bajan el presidente y la
primera dama y con ellos desciende un perro, moviendo la cola
como es su obligación. Bush tenía una perra famosísima, Spot.
Murió de vieja, con quince años, el pasado febrero, y, como
personaje de la vida pública que era, el «New York Times» trajo
su obituario. Clinton tenía en la Casa Blanca un gato blanco y
negro, que cazaba ratones por ambos pelos, Socks. Los votantes
le escribían cartas, que un equipo presidencial contestaba en su
nombre, firmándolas con la huella de su garra. Para los
americanos la alternancia en el poder es que la perra de Bush
suceda al gato de Clinton en la Casa Blanca, los perrunos
republicanos a los gatunos demócratas, o viceversa. Las
elecciones de ayer han estado tan reñidas porque los Estados
Unidos están divididos, y republicanos y demócratas se llevan
como los perros y los gatos que quieren llevar a la Casa Blanca.
Cuando escribo no sé si en la Casa Blanca habrá un perro
republicano o un gato demócrata. Habrá, en cualquier caso, algo
que nos falta: la consagración pública del amor por los
animales. Aquí, con la victoria del PSOE, salieron de la Moncloa
no sólo Aznar y Ana Botella. También desalojaron a tres tristes
gatos presidenciales, Manolo, Margarita y Lucas, que no pudieron
quedarse como la llama andina de González, que es fija de
plantilla.
Aparte de la ridiculez del Jalogüín, podíamos copiar de los
americanos el amor público por los animales. Y de los ingleses,
el agradecimiento a ellos. En Park Lane, Londres levanta un
monumento que la Princesa Ana inaugurará el 24 de noviembre: una
escultura en homenaje a los animales que sirvieron, sufrieron y
murieron junto a los hombres en las guerras. En la escultura de
David Backhouse, con la leyenda «No tuvieron opción», los
ingleses honrarán a esas mulas de las artolas sin las que no
hubiera sido posible el Arma de Artillería. A los caballos de
lanceros y coraceros, A las palomas mensajeras de Ingenieros. El
monumento rendirá tributo a las mulas cuyas cuerdas vocales
fueron cortadas para que se mantuvieran en silencio en los
frentes de Birmania; a los burros que murieron bajo el peso de
sus cargas en El Alamein; a los miles de palomas que volaron
kilómetros, aun heridas, para entregar sus mensajes.
Nos falta esa sensibilidad. No tenemos un monumento a ese
caballo desventrado tras el que su jinete, un guardia de Asalto,
se parapeta para tirotear a los sublevados en la Barcelona de
1936. A las mulas artilleras que tomaron El Pingarrón o
Garabitas. A las palomas mensajeras del cerco del Santuario de
la Cabeza. O recentísimos animales, víctimas de la barbarie de
los terroristas del islamismo o de la ETA. En las Vascongadas,
los etarras quemaron el coche de un policía autónomo: dentro
estaba su perro, que ardió vivo. En una casa de Alcalá de
Henares, una gata siamesa, Truchi, todavía busca a su dueña, una
estudiante de Filología Inglesa: murió en la explosión asesina
del tren de Santa Engracia el 11 de marzo de 2004.
Sobre
animales, en El Recuadro:
Spot, la perra de Bush
El perro del mendigo muerto
Gatos, perros y otros animales maravillosos
(antología de artículos)
Recuadros de días
anteriores
Correo
Biografía de Antonio Burgos
Libros
de Antonio Burgos en la libreria Online de El Corte Inglés
|