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FUE
hace unos días. La mañana se había metido en agua. Era una de
estas secretas mañanas de noviembre, como la Cuaresma del Día de
San Clemente, cuando el humo de las castañas asadas hace de
capirote de la Alcaicería para la procesión de la espada y el
pendón de San Fernando. Rito que mantendremos hasta que unos
pendones acaben con la espada. Es lo que les pedirá el cuerpo a
más de un calonge progre con los que aquí el Amigo, a dedo y sin
oposiciones, está llenando el Cabildo Metropolitano.
Llovía. Iba a decir mansamente. Pero de mansa, nada. Lluvia con
casta y bravura. El agua se arrancaba desde la segunda raya del
cielo negro zaíno, meano y jirón de nubes blancas, de la Cuesta
de Castilleja. Metía los riñones contra los tejados. Lluvia de
vuelta al ruedo. Crucé la calle encharcada y entré en la botica
del barrio. Paraguas chorreando. paragüero hasta las trancas. El
suelo, como un espejo, una Venecia de chorreones de paraguas, de
impermeables, de zapatos empapados. Todo enguachinado.
Empapochado. Y una vecina que dejaba sobre el mostrador el taco
de recetas coloradas de pensionista le dijo al mancebo:
-Niño, debías echar en el suelo una manita de aserrín, como se
ha hecho en Sevilla toda la vida de Dios los días de lluvia.
-Señora, eso está prohibido.
-¿Prohibido el aserrín?
-Si, señora, lo prohibe Sanidad, por no sé qué de la higiene. Si
echamos serrín nos ponen una multa.
En algún boletín oficial ha debido de venir ese letrero, como el
que ponían en las tabernas contra los escupitajos: «Se prohibe
echar serrín en el suelo por razones de higiene». Hay una
conjura burocrática contra la hermosura de la nostalgia. ¿A
quién le puede hacer daño el olor proustiano del serrín? Los
días de lluvia, nada más abrir la zapatería, mi madre le decía a
Carmelita, la dependienta de la calle Torrigiano:
-Niña, saca el serrín...
Y Carmelita sacaba el serrín, y esparciéndolo sobre el suelo era
como si le echara de comer afrecho a las gallinas de la lluvia.
Como si extendiera sobre la zapatería la proclamación del otoño,
mientras el bajante de la Catedral ponía un Niágara de paraguas
de canónigos frente al estanco de Rafael Conde. Serrín de las
tabernas, serrín de los zaguanes, serrín de largos mostradores
de caoba en Los Caminos y La Nueva Ciudad. El serrín era el
albero de la proclamación del invierno. El amarillo, siempre el
amarillo en Sevilla, con la mala suerte que da. El amarillo de
la calamocha de la plaza de los toros. El amarillo antiguo de
los taxis, ahora el recuerdo en una cinta sobre la portezuela,
como la banda de una gran cruz. El amarillo de los coches de
caballos. La primavera proclamaba sus colores con el amarillo
del albero sobre las plazoletas, antes que fueran plazas duras,
tan duras como la cara de los que están acabando con Sevilla. El
invierno llegaba con estos amarillos clarines del serrín sobre
el mármol de los zaguanes, sobre las losetas hidráulicas de los
comercios, sobre el suelo del mosto nuevo de las tabernas. Si el
albero de la primavera nos traía el color de Alcalá bajo los
naranjos en flor, el invierno, el color de sus pinares con el
serrín del silencio de la lluvia.
Y entrabas al serrín de la taberna, al serrín de la botica, al
serrín del despacho de pan y tortas, al serrín de la mercería,
al serrín de la tienda de ultramarinos, y había algo de
pisoplaza bajo tus pies. Algo de paseíllo. La lluvia era siempre
un novillero que debutaba en Sevilla. Al fin y al cabo, todos
estábamos debutando en nuestra propia nostalgia, con los
caballos de la lluvia, en la vieja memoria de la ciudad amada,
cuando pisábamos el silencio en forma de mojado olor a serrín.
Sanidad ha prohibido el olor de la nostalgia de mi infancia: un
puñado de aserrín sobre el suelo mojado.
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