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El Recuadro   

 Antonio Burgos

ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Elegía del prohibido aserrín

FUE hace unos días. La mañana se había metido en agua. Era una de estas secretas mañanas de noviembre, como la Cuaresma del Día de San Clemente, cuando el humo de las castañas asadas hace de capirote de la Alcaicería para la procesión de la espada y el pendón de San Fernando. Rito que mantendremos hasta que unos pendones acaben con la espada. Es lo que les pedirá el cuerpo a más de un calonge progre con los que aquí el Amigo, a dedo y sin oposiciones, está llenando el Cabildo Metropolitano.

Llovía. Iba a decir mansamente. Pero de mansa, nada. Lluvia con casta y bravura. El agua se arrancaba desde la segunda raya del cielo negro zaíno, meano y jirón de nubes blancas, de la Cuesta de Castilleja. Metía los riñones contra los tejados. Lluvia de vuelta al ruedo. Crucé la calle encharcada y entré en la botica del barrio. Paraguas chorreando. paragüero hasta las trancas. El suelo, como un espejo, una Venecia de chorreones de paraguas, de impermeables, de zapatos empapados. Todo enguachinado. Empapochado. Y una vecina que dejaba sobre el mostrador el taco de recetas coloradas de pensionista le dijo al mancebo:

-Niño, debías echar en el suelo una manita de aserrín, como se ha hecho en Sevilla toda la vida de Dios los días de lluvia.

-Señora, eso está prohibido.

-¿Prohibido el aserrín?

-Si, señora, lo prohibe Sanidad, por no sé qué de la higiene. Si echamos serrín nos ponen una multa.

En algún boletín oficial ha debido de venir ese letrero, como el que ponían en las tabernas contra los escupitajos: «Se prohibe echar serrín en el suelo por razones de higiene». Hay una conjura burocrática contra la hermosura de la nostalgia. ¿A quién le puede hacer daño el olor proustiano del serrín? Los días de lluvia, nada más abrir la zapatería, mi madre le decía a Carmelita, la dependienta de la calle Torrigiano:

-Niña, saca el serrín...

Y Carmelita sacaba el serrín, y esparciéndolo sobre el suelo era como si le echara de comer afrecho a las gallinas de la lluvia. Como si extendiera sobre la zapatería la proclamación del otoño, mientras el bajante de la Catedral ponía un Niágara de paraguas de canónigos frente al estanco de Rafael Conde. Serrín de las tabernas, serrín de los zaguanes, serrín de largos mostradores de caoba en Los Caminos y La Nueva Ciudad. El serrín era el albero de la proclamación del invierno. El amarillo, siempre el amarillo en Sevilla, con la mala suerte que da. El amarillo de la calamocha de la plaza de los toros. El amarillo antiguo de los taxis, ahora el recuerdo en una cinta sobre la portezuela, como la banda de una gran cruz. El amarillo de los coches de caballos. La primavera proclamaba sus colores con el amarillo del albero sobre las plazoletas, antes que fueran plazas duras, tan duras como la cara de los que están acabando con Sevilla. El invierno llegaba con estos amarillos clarines del serrín sobre el mármol de los zaguanes, sobre las losetas hidráulicas de los comercios, sobre el suelo del mosto nuevo de las tabernas. Si el albero de la primavera nos traía el color de Alcalá bajo los naranjos en flor, el invierno, el color de sus pinares con el serrín del silencio de la lluvia.

Y entrabas al serrín de la taberna, al serrín de la botica, al serrín del despacho de pan y tortas, al serrín de la mercería, al serrín de la tienda de ultramarinos, y había algo de pisoplaza bajo tus pies. Algo de paseíllo. La lluvia era siempre un novillero que debutaba en Sevilla. Al fin y al cabo, todos estábamos debutando en nuestra propia nostalgia, con los caballos de la lluvia, en la vieja memoria de la ciudad amada, cuando pisábamos el silencio en forma de mojado olor a serrín. Sanidad ha prohibido el olor de la nostalgia de mi infancia: un puñado de aserrín sobre el suelo mojado.



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