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HUBO
un tiempo en que los cerdos con dos cabezas y las gallinas de
cuatro alas sólo nacían en La Unión y en Puente Genil. ¿Había en
esos pueblos una maldición del diablo? No. Había un buen
corresponsal de la agencia Efe, que hacía noticia mundial lo que
en los restantes pueblos no pasaba de habladuría de casino. Y
exclusivamente en esos dos pueblos solían morir los últimos de
Cuba. Un breve telegrama decía que a los noventa años había
muerto el último mozo reclutado forzoso para aquella guerra.
Parecía que a la guerra de Cuba nada más que hubiesen ido
quintos de La Unión o de Puente Genil. Ocurría como con los
cerdos con dos cabezas o las gallinas de cuatro alas: que sólo
aquellos corresponsales daban dimensión de noticia a un tañido
de muertos en la torre del pueblo. Breves líneas que recordaban
cargas de los mambises, miedos a los machetes de los insurgentes
de Maceo en su zafra de cabezas de españoles, bohíos
incendiados, penosas marchas por la manigua de la provincia de
Oriente, un uniforme de rayadillo y un sombrero de palma con la
escarapela de la bandera de España.
Yo te diré por qué mi canción evoca ahora a otros últimos de
otra Cuba. A los últimos soldados españoles que fueron a
combatir el comunismo como voluntarios de la División Azul. Los
últimos antiguos soldados de trenes de ventanillas florecidas de
brazos en alto, de picos de camisas azules asomándoles por la
guerrera del uniforme de la División 250, están muriendo en
silencio. Ayer, junto a la mar de Cádiz, se me murió el último
divisionario que yo conocía. Era el coronel y académico don José
Pettenghi Estrada. Yo he estado con él muchas madrugadas de
periódico en las trincheras del hielo, en el frío del frente de
Leningrado. En su compañía. Pettenghi fue en Rusia el teniente
de mi redactor-jefe, de Paco Otero. Y en las madrugadas de la
redacción de ABC, mientras esperábamos oír el ruido de la
rotativa como si fuera la artillería de los órganos de Stalin en
Novgorod, Paco Otero me contaba miedos y grandezas, fríos y
heroicidades, amoríos ruskis y nostalgias de un muchacho de la
Macarena con el uniforme de soldado del Ejército alemán, a las
órdenes de un teniente gaditano, humano y valiente, que se
llamaba Pepe Pettenghi. Por eso puedo decir que yo he estado
junto a aquel teniente en el lago Ilmen helado, en chabolas bajo
la nieve, aguantando bombardeos rusos, de tantas noches de
relatos bélicos de Paco Otero. Hasta me sé canciones de la
soldadesca divisionaria. Quizá fue El Quini, corista del
Carnaval de Cádiz disfrazado de soldado alemán con el escudo de
Falange tatuado al brazo, quien le cambió la letra a la Kalinka:
«Si no saltas pronto los parapetos/otro año a orillas del
Volchov». O al Barrilito de Cerveza: «Te vas a pasar por
lila/otro invierno en Krasnigborg».
Paco Otero me hizo la más viva descripción del miedo en una
guerra. Una mañana, la compañía dormitaba en el búnker de
primera línea. Entró de golpe muy alterado Pettenghi: «¡Venga
muchachos, fuera, que los rusos han roto el frente!». Otero me
lo describía de tal modo que sentía su frío, su miedo. Me decía
Paco Otero:
-Pettenghi entró más nervioso que lo vi nunca. Y al ver que
hasta él mismo traía el fusil ametrallador colgado del cuello,
cruzándole el pecho, para entrar inmediatamente en combate, se
me aflojaron las piernas...
Luego se fajaron con valor y se llenaron de honor en la batalla.
Unos soldados de España, hechos una piña con su teniente, junto
al palacio de Novgorod. Sí, de donde se trajeron, para que no la
profanaran los soviéticos, una cruz ortodoxa. De donde quedaron
muchas cruces de muchachos españoles en los cementerios, vino
aquella cruz de Novgorod. Ahora una España de libertades la
devuelve a la Rusia libre del comunismo que Otero y Pettenghi
soñaban. Yo ahora tomo esa cruz rusa y en su memoria la coloco
sobre la tumba del teniente Pettenghi. Junto a la mar gaditana
del último de Novgorod.
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