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ESTÁBAMOS
en la Peña de Arcos de la Frontera, junto a las murallas de la
fortaleza roqueña que, mantenida primorosamente con un
refinamiento de té en porcelana de la Compañía de Indias por la
marquesa de Tamarón, parecía castillo inglés en el que de un
momento a otro fuera a llegar el fantasma de Canterbury.
Estábamos con uno de los escritores más finos que ha dado
Andalucía la Baja. Con Jesús de las Cuevas, cronista de un
tiempo, de una cultura, en su novela «Historia de una finca». En
el silencio del patio de líricas armas del castillo advertí que
los buitres del Guadalete habían dejado por embustero a Jesús de
las Cuevas, quien le había puesto de título a otra novela «Cada
buitre en su almena». Como en las almenas del castillo de Dagma
Tamarón no había buitre alguno, con sorna se lo hice ver, y
Jesús me respondió, no sin tristeza:
-Es que como ya no hay mulos muertos y los buitres no comen
motores de tractor averiado, no queda uno en el campo.
En estos días en que el Salón sevillano da su anual esplendor al
Caballo, me he acordado de los tercos, fuertes, resistentes,
sufridos, constantes, recios mulos del campo español,
desplazados por los tractores, por los vehículos todo terreno,
por los herbicidas que secan cenizos y grama sin necesidad de
arar. En los campos ya no hay desventrados mulos muertos con los
abiertos ojos comidos por las verdosas moscas, cuyas entrañas
horadan los buitres que, con el buche lleno, alzan luego el
vuelo con la pesada lentitud de planos de un avión Hércules.
En el arte de la guerra desapareció el caballo. El Arma de
Caballería de la carga africana de Taxdirt o de las últimas
descubiertas en el frente de Peñarroya es apenas el recuerdo de
la crin de una cola prendida como corbata de honores en el
estandarte con los colores de España que desfila a lomos de un
carro de combate. Aun sin caballos, queda el espíritu del Arma,
que le oí a un coronel retirado cuando le pregunté si era
militar y me dijo, desde el estribo de su orgullo:
- No, no soy militar: yo soy de Caballería.
Aquel espíritu militar del caballo de todas las guerras, a cuyos
lomos Roma extendió la civilización, es mantenido ahora por los
paisanos. Los depósitos de sementales, remontas, recrías y domas
son de aficionados al caballo, que con su dinero conservan la
pureza de la raza española, la que está en el Museo del Prado
con un Austria. Caballos de Flandes y de la conquista de
América. Caballos de concursos de morfología, de ferias y
romerías, de los picaderos que rodean a las grandes ciudades.
Son los nuevos escuadrones de esa alma civil que mantiene el
espíritu montado del Arma de Caballería.
Bracean los cartujanos su hermosura en el Salón del Caballo. Las
cobras de yeguas evocan, con sus esquilones y sus potrillos, las
faenas de la trilla en la era. Son como grabados ingleses los
establos, oliendo a Jerez. Está al fondo el campo, la
agricultura, el arado, la yunta, la guerra, la civilización,
mientras se oyen los cascos en el arreón sin parada del Salón
del Caballo. Donde he echado en falta, un año más, el debido
homenaje al mulo. Animal políticamente correcto donde los haya,
en cuanto mestizo de caballo y burra o de asno y yegua, que no
me explico por qué no tiene literatura, pintura, escultura,
ballets ecuestres como los que con un fondo de Real Escuela de
Viena inventaron magistralmente don Álvaro Domecq Romero y aquel
último caballero de la marisma que fue don Luis Ramos Paúl.
Estamos en una sociedad híbrida, como el mulo, como el mulo
estéril, de valores entreverados. Por su propio desvalimiento y
marginación, el mulo tenía todas las papeletas para que sus
oenegés lo preservasen. Ni esa suerte tiene. Quizá porque Juan
Ramón Jiménez no le dedicó el «Platero», el mulo no tiene ni la
ventura del asno, que hasta goza de una reserva cordobesa de
protección en Rute, donde regalan un borriquillo como el de la
triunfal entrada de Jesucristo en Jerusalén a todo premio Nobel
o Cervantes que se acerque por allí. Cuando el mulo sigue siendo
valor seguro en la bolsa de cotizaciones de los modismos. De la
persona fuerte y vigorosa, rebosante de salud, se dice que «está
hecho un mulo», nunca que está hecho un caballo, un delicado
caballo. Quien carga con las tareas más duras en un trabajo es
«un mulo de carga», no un caballo de lucimiento. Y hasta en algo
tan representativo de España como el paseíllo de las cuadrillas
en una corrida de toros, el mulo tiene su lugar de honor. Las
mulillas de la plaza, adornadas con mantas rojas y la bandera
rojigualda, van en el paseíllo con los honores de primer espada,
pues sin su concurso no habría arrastre. Aunque a las pobres
mulas las hayan dejado en nuestros globalizados días para lo
mismo de su trabajo en los ruedos: para el arrastre.
Le pasa al pobre mulo con respecto al caballo como a mis
queridos gatos con relación al perro. Toda la gloria social,
todo el prestigio artístico y literario, fue para el caballo y
para el perro. Los cuadros de Corte retratan siempre a un Rey
montado a caballo, con la lealtad de un perro. El caballo de
«Las lanzas» y el perro de «Las Meninas» dan la medida de los
platos de segundas mesas de gatos y mulos. Ay, si Velázquez
hubiera pintado a un rey caballero en un mulo castellano, hijo
de garañón y yegua. Quizá entonces tendríamos honrado en muchos
lugares, en el Salón del Caballo mismo, al mulo de montaña y de
arado, de artola artillera y de angarilla de lechero, al mulo
yuntero del niño de Miguel Hernández, al del tiro de los carros
y de los primeros tranvías. El que sobre su albarda y su enjalma
llevaba la jamuga de las mujeres, bajo sombrillas, camino de los
lejanos cortijos o de las devotas romerías. El mulo que soldados
de ros y rayadillo embarcan en un vapor, para la guerra de Cuba,
el desastre de Annual o el desembarco de Alhucemas. Si tuviera
ese reconocimiento de su prestigio histórico en la guerra y en
la agricultura, habría quizá muchos monumentos como el que por
iniciativa militar le levantaron con toda justicia en el oscense
Puente de San Miguel: un mulo regimental de montaña que carga en
los lomos del bronce de una escultura una pieza de artillería,
riscos arriba. Nos acordaríamos, frente a las plazas montadas
del protagonismo del héroe a lo Carlyle, de los anónimos
acemileros para los que quizá García Lorca armonizó la banda
sonora de la guerra civil: «Los cuatro muleros». La guerra civil
fue, entre García Lorca y Pepe Marchena, el enfrentamiento entre
los cuatro muleros que llevaban a un río de sangre la mula torda
del Quinto Regimiento y la mula torda de la 40 División de
González Badía. Requisaron los taxis de París para la batalla de
Verdún y para nuestra guerra movilizaron a las siete mulas que
llevaban la diligencia de Carmona de Fernando Villalón por la
vega, caminito de Sevilla, o a las mulas con borlajes azules y
amarillos de los coches de la Casa de Alba que salían de la Casa
de las Dueñas hacia la Feria.
Conocemos a Bucéfalo, sobre el que Alejandro cruzó victorioso el
Helesponto. Sabemos el nombre del caballo del Cid y del caballo
de Don Quijote. Nadie sabe en cambio el nombre de un solo mulo
famoso, porque ninguno alcanzó más gloria que la de su muerte al
servicio del hombre. Ni en la hagiografía dictatorial del
castrismo se conoce el nombre del mulo del Escambray de 1958,
sobre el que míticamente anduvo caballero quien desmintió que lo
fuese con sus sangrientos hechos de paredón y totalitarismo:
Ernesto Che Guevara. Ni Unamuno nos dice en la «Vida de Don
Quijote y Sancho» el nombre de la mula en la que marchaba
Ignacio de Loyola camino de Montserrat para fundar la Compañía y
que, al dejarla elegir el camino, lo libró de un asesinato y de
la cárcel. He aquí -dice Unamuno, volterianamente- cómo la
Compañía de Jesús nació por voluntad de una mula. Hoy en día,
San Ignacio no hubiera fundado la Compañía de Jesús. Como ya no
hay buitres en las almenas del castillo de Arcos porque no
pueden comer entrañas de mulos reventados de tanto trabajar en
el campo a beneficio del hombre, Íñigo de Loyola hubiera tomado
con su monovolumen o su cuatro por cuatro el mismo camino que el
judío que ofendía a Dios, y, tras darle muerte, habría terminado
sus días donde ahora algunos virtuosos del indulto no quieren:
en la cárcel.
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