|
A
veces la ciudad que soñamos existe. Por ejemplo, en estas noches
del largo Adviento comercial de las Pascuas de Navidad y Reyes.
Los naranjos de la Plaza Nueva y de la Avenida, las acacias de
los jardines de la Lonja, los árboles de las mejores calles del
centro, como cada año, han florecido con las luces de Navidad. Y
con una imaginación por la que hay que felicitar al
Ayuntamiento. Es digno de elogio el buen gusto de la iluminación
navideña que este año han plantado en los árboles del centro. No
me refiero a la que se repite de años anteriores: los plátanos
de Indias encorsetados con fundas de bombillitas, que, la
verdad, a veces recuerdan a esos perversos árboles animados de
las películas de Walt Disney que de pronto se vuelven locos y
empiezan a perseguir y a hacer perrerías a las criaturitas. Me
refiero a cómo han iluminado los naranjos. Desde la Exposición
Iberoamericana de 1929, los naranjos de las calles se adornaban
por Navidad con bombillas de todos los colores, entre los que
predominaban los nacionales: el amarillo y el rojo. Era como si
la Navidad diera una patriótica cosecha en naranjas de colores.
Eran como luminosas bolas que un prestidigitador hubiera echado
por los aires y se le hubiesen quedado embarcadas entre las
ramas. Los naranjos injertados en Sevillana de Electricidad
daban el fruto de las luces.
Este año, la iluminación de esos naranjos no se ha podido hacer
con mayor delicadeza. Las luces de tonos violeta con que a la
noche florecen los naranjos son como un homenaje de la Navidad
al Jueves Santo, a la túnica del Valle o de la Quinta Angustia,
al capirote de Los Caballos o de Las Cigarreras. Como en un
anticipo de la primavera, la Navidad hace florecer los naranjos
cada noche con los colores de la jacaranda. Con los refinados,
hondos, delicados tonos malvas de la jacaranda. Los naranjos
injertados en Sevillana de Electricidad dan el fruto del sueño
de los más hermosos días de la ciudad, de las tardes de mayo y
del junio de seises. En los días más cortos, el anuncio de que
ya empiezan a acercarse los más largos, los del lento atardecer
entre jacarandas.
Y escrito esto, llegados mágicamente desde su torreón macareno,
se me meten de golpe en el escritorio Narilargo y Rascarrabia,
los duendes de Sevilla. Leen lo que llevo puesto, y me sueltan:
-Menos lírica de la jacaranda y menos poema de los naranjos
navideños florecidos en lucecitas azules, usted, que ni malvas
del atardecer, ni árboles injertados con Endesa, ni ná de ná.
Que no son luces malvas, que son moradas...
-¿Y no es lo mismo?
-No, porque las luces malvas que usted dice sí son de las
jacarandas. Pero los colores que ha puesto el Ayuntamiento no
son los malvas de la jacaranda, sino el morado de la bandera...
-Ojú...
-Eso, ojú: el morado de la bandera republicana. Bandera que
sabemos que para usted es de ojú, pero que para el partido que
gobierna el Ayuntamiento no es de ojú, sino de ajá.
-¿Cómo de ajá?
-La bandera de ese abuelo con el que está tan pesado su nieto ZP:
ajá.
-Bueno, o la bandera de los sevillanos de Izquierda Unida o del
Ateneo Republicano ahora, y antes la de muchos que por lealtad a
ella dieron la vida o que por servirla pagaron con el dolor del
destierro de la tierra amada.
Así que por la guasa de los duendes de Sevilla empezamos alegres
con las jacarandas y hemos terminado tristes, pensando en la
amarga Navidad de los exiliados, de un Diego Martínez Barrio en
París, tan lejos de los campanilleros de su querida ciudad, sin
nadie que le mandara polvorones como don Ramón Carande le
llevaba tortas de Inés Rosales. Malva o morada, una sola y
verdadera, soñada y amada Sevilla que a veces existe en el buen
gusto y refinamiento de unas luces de Navidad.
Recuadros de días
anteriores
Correo
Biografía de Antonio Burgos
Libros
de Antonio Burgos en la libreria Online de El Corte Inglés
|