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Esto
érase que se eran una manzanilla y unas moreras. La manzanilla
no era La Gitana, ni La Guita, sino la planta herbácea que se
utiliza como digestivo. Y las moreras eran en efecto los árboles
que dan moras. Moras, no magrebíes. De milagro. La dictadura de
lo políticamente correcto aún no ha llegado a la flora. Todo se
andará. La manzanilla y las moras de nuestra fábula son, pues,
vegetales. La manzanilla es de una variedad que crece en las
faldas de Sierra Nevada. Por Capileira la llaman manzanilla
real. Es la Artemisia Granatensis, de la familia de la
Matricaria Chamomilla o la Anthemis Nobilis que se usan para los
escapularios de papel de la infusión de manzanilla en los bares.
La manzanilla de los montes de Granada les encanta a las cabras.
Son las cabras con el estómago de rumiante más sano del mundo.
Lo sabía de sobra Miguel, un pastor de Capileira que llevaba su
rebaño a la sierra. Por esta propiedad medicinal de la
manzanilla, solía arrancar unas matas para hacerse una infusión
para el estómago estragado. Para qué lo hizo Miguel aquel día,
vigente todo el peso de la ley de Medio Ambiente. Lo cogieron
arrancando unas matas de manzanilla, le dijeron que aquello
estaba prohibido. Que era una especie protegidísima que podían
comer las cabras, porque forman parte del ecosistema, pero no
los hombres. A los hombres, como es sabido, en materia de Medio
Ambiente se les aplica el supremo principio ecologista: «Los
hombres, que se joan, ¿son cabras o algo? ¿Son águilas o algo?
¡Todo por la patria del lince!». No, no se rían, porque al
pastor Miguel lo detuvieron por arrancar 900 gramos de
manzanilla, lo encerraron, lo procesaron. El fiscal le pidió dos
años y tres meses de cárcel por un delito contra la flora y la
fauna. Cogió una depresión de muerte el pobre Miguel. Este sí
que era el Pobre Miguel, no el de Triana Pura. Hasta que se hizo
justicia y lo absolvieron. Pero el sofocón y la depresión no se
lo quitó nadie. Como se le quitaron para siempre las ganas de
manzanilla. Ni la de Carlos Herrera.
Esto ocurrió en el 2001. Y en el 2004, no un pastor, sino un
Ayuntamiento, el de Sevilla, ha cortado no unas ramitas de
manzanilla, sino toda una hilera de árboles que se iban
acercando al siglo, que ya nunca cumplirán. Era una fila de
hermosísimas moreras que antes de 1929 habían sido plantadas en
el Paseo de las Delicias, delante del Pabellón del Brasil de la
Exposición Iberoamericana. Con las hojas de esas moreras podía
comer toda la gusanera de Miami. Las moreras habían resistido a
la Exposición, a la crisis económica y social que la siguió, a
los distintos destinos del pabellón que proyectó el arquitecto
brasileño Bernardes Vastos. Allí seguían las moreras cuando el
pabellón fue cuartel de Sanidad Militar, o sede primitiva de la
Escuela de Arquitectura, o central de la Policía Municipal.
Hasta que vino, horror, la restauración en curso, y, ¡zas!,
taladas que fueron todas las moreras, así como cuanta vegetación
había delante del edificio. Pasen y vean: como la palma de la
mano lo han dejado.
Y en la moraleja de esta fábula, alguien puede preguntar: si al
pastor de Granada le pedían cárcel por arrancar unas matas de
manzanilla, ¿cuántos siglos habrán de caerle al Ayuntamiento por
cargarse un jardín enterito, otro? Pues nada. Le echarán la
misma multa que a la Junta cuando taló el jardín de la Casa
Sundhein para levantar el mármol de una Consejería: ninguna. Si
usted tiene un campito por Cazalla y arranca una encina, una
sola encina, usted va a la cárcel por delito ecológico. Hasta un
satélite lo vigila. Pero si usted se dedica a talar los árboles
de media Sevilla, el satélite mira para otro lado y no le pasa
nada. Tenga en cuenta que ni usted ni el pastor son el
Ayuntamiento de la Muy Taladora Ciudad de Sevilla.
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