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Insisto
en mi tesis: el mejor indicador de la modernización de Sevilla
no es la demagogia de Chaves con la Andalucía imparable...
-Adiós, Assunçao...
-¿Cómo que adiós, Assunçao?
-Sí, que Chaves, con lo de imparable, se ha creído que es
AssunÇao tirando un libre directo.
Insisto: el mejor indicador de nuestra modernización son las
cartas al director. Su nivel y finura demuestran cultura, que
rima. Lo digo por la que venía ayer, escrita por una señora
aparentemente francesa, doña Catherine Patoir, quien me da hecho
el panem nostrum quotiduanum. Y si no hecho, al menos precocido,
como los vienas que compramos para que la cocina huela a
panadería de barrio al meterlos en el horno para la segunda
cochura.
No hay nada como ver Sevilla con ojos de viajero romántico. La
retina extranjera es la que de verdad se da cuenta de las cosas.
Sevilla para nosotros es como ese niño chico que, como crece
todos los días a nuestro lado, no vemos el estirón que está
dando. Yo nombraría a doña Catherine Patoir como Viajera
Romántica de Guardia, como Baronesa de Davilier en versión 2005,
para que de vez en cuando nos abriera los ojos con lo que a ella
le sorprende, pero a que nosotros, hartos de verlo, no nos llama
la atención.
Con la que está cayendo en el termómetro de la Pasarela, doña
Catherine Patoir nos ha dado en todo el bebe sobre los
sevillanos y el abrigo. El sevillano no es de abrigo. Y cuando
vienen estos fríos, salen de esos armarios los abrigos mucho más
avergonzados que los parguelones. Y es para avergonzarse, como
dice la señora Patoir, de esos abrigos pasadísimos de moda y de
maracas, esos visones oliendo a bolitas de alcanfor.
-Es que vas por Sevilla y parece que todos son figurantes del
«Cuéntame», de antiguos que son los abrigos que llevan. El que
lo lleve...
El sevillano no se preocupa por el abrigo. Con una parca, una
cazadorilla, una pelliza o un forro polar echamos el invierno.
Los abrigos de señora son como de colecciones atrasadas, de ese
«Hola» del año de los tiros que hay en la sala de espera del
médico. Los abrigos de caballero no existen: esos abrigos azules
que se pierden en el cielo, como las marismas de la sevillana
rociera. Aquí, mucha cofradiera chaquetita azul, pero muy poco
abrigo. Y en esas iglesias con ventiladores para el verano, pero
sin calentadores para el invierno, a cuerpo gentil de chaquetita
azul, ¡pegan unos tiritones los capillitas y cogen los de la
mesa de oficiales unas medias pulmonías más buenas! Con razón se
dice lo de pasar el quinario: el quinario del frío que hace en
el quinario. Sólo en algunos entierros buenos, en algunos
funerales de campanillas se ven algunos abrigos azules de
caballero. Poquitos. Aquí, en todo caso, lo que abunda es el
loden verde del año del catapún.
Y como la ciudad no usa abrigo, porque aquí no hace frío, hay
algo que no ha observado esta viajera romántica del 2005. Lo
difícil que resulta dejar el abrigo en Sevilla, en caso de que
lo tengas. Los restaurantes no están preparados. Mucha
refrigeración, pero no tienen perchas para los abrigos. Esos
guardarropas con la señora que te recoge el abrigo al entrar y
te da tu ficha, ni se conocen. Las poquitas perchas que hay para
colgar los abrigos se ponen como mesas de oportunidades en las
rebajas: pilas de chaquetones al rebujón. Y en los locales de
espectáculos, ni te cuento. Busquen el guardarropas en el Lope
de Vega, que verán. Tienes que ver la función con el abrigo o el
chaquetón en las rodillas. Total, como aquí no hace frío...
¡Anda que no! ¡No ni ná!
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