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El Recuadro   

 Antonio Burgos

ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


El primer vencejo

 

Nadie lo ha visto nunca llegar, aunque su venida gozosa desde lejanos cielos está siendo ya insistentemente anunciada por esta nueva luz, tan antigua como su gozo. Nadie lo recibe con un poema, portagayola de la primavera. No, no es el primer azahar. El azahar tiene un altar en Sevilla, santificado por la copla. Celosos amantes se asoman a los balcones, al cristal de los cierros, para verlo llegar cada año. Para ser los primeros en amar su aroma, la propia esencia de Sevilla, destilada de blanco. En el cielo se alquilan ya balcones para un casamiento que se va a hacer, que se casa la ciudad con la primavera.

Nadie lo ha visto nunca llegar porque tampoco es la primera parihuela de un ensayo de los costaleros. La primera noche que te encuentras por la calle con una parihuela oyes un anuncio de la primavera. Hay que escucharlo rachear. Son los pasos del tiempo, racheando, con los que se va acercando la primavera. Quizá sea uno de esos sacos que van encima del tablero, como el anuncio de ese dictado bíblico que podrán luego gozar los costaleros, cuando lleven a su Cristo o a su Virgen entre tambores e incienso: "Te ganarás el cielo con el sudor de tu frente".

Nadie lo ha visto nunca llegar porque tampoco es el primer capirote que cuelga en la Alcaicería, flor de cartón que no abre hasta que está suficientemente regada con la miel de las torrijas, de la fuente ritual que cada Miércoles de Ceniza me trae a casa el maestro pastelero don Luis Ochoa, heraldo del tiempo de la luz y del gozo, mensajero celeste que este año ha sido más exacto y hondo que nunca al transmitirme los amargores de la dulce verdad revelada de Sevilla.

Nadie lo ha visto llegar nunca, ni nadie le ha escrito un poema, ni le ha cantado una copla de bienvenida porque lo que está siendo ya insistentemente anunciado por esta nueva luz, tan antigua como el gozo que anuncia, es el primer vencejo.

Vencejos del atardecer: sabed que hay una ciudad que os espera para tener la certeza de que es ella misma. Sois, vencejos, como un espejo sonoro de Sevilla en el azul azogue de los cielos. Con vuestros sonidos se harán más largas las tardes, llegarán antes las claras del día. Vuestro zigzag tiene la velocidad de la luz porque sois para nosotros símbolo de la luz misma. Sabéis mejor que nadie cuándo tenéis que venir. Cuando hay que venir a Sevilla. En la ciudad de sombras y de fríos no se os ha perdido nada. Sabéis que tenéis que llegar para que las leyendas sigan siendo verdaderas. Sabéis que tenéis que venir para quitar las espinas al Señor. Tenéis que estar por el Museo a las claras del día un Viernes de primavera, para quitarle las espinas al Señor de Sevilla. Que por eso tal corona de espinas tiene forma de bicha. Para que en el supremo equilibrio ecológico del arte y de la naturaleza, toméis las espinas de esa bicha y se las llevéis a vuestros hijos en sus nidos de tierra, de nuestra tierra, amasados con vuestro sudor, para que desde chiquetitos aprendan cuanto hay que repetir ritualmente en esta ciudad cuando es llegada la luz del gozo.

Y una vez que hayáis llegado, queridos, sonoros, familiares vencejos del Arenal, sabremos que ya os quedareis para estar todas las tardes en la plaza de los toros, como buenos aficionados que sois, bajando hasta el albero, templando el vuelo y parando la luz de la tarde. Estaréis aquí en días de jazmín y magnolia, de seise y de velada, de nardos de agosto y de desierta ciudad de pregones, velas y siesta. Un día temprano del otoño, cuando el mosto esté ya aprendiendo a ser Aljarafe, cuando hayan arrastrado el último toro de la feria de San Miguel, volveréis a esa desconocida tierra lejana donde no hay ni río, ni torre, ni luz, ni rito. Desde allí este año, queridos, familiares vencejos, estáis ya a punto de llegar. Permitidme que por vez primera os dé la bienvenida en nombre de la ciudad donde sois cada año azahar sonoro y vivo de sus cielos.



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