|
-
La
vida, Rafael Montesinos, es el largo, breve gozo de un Domingo
de Ramos. En tus versos o en «Los años irreparables» me
enseñaste la verdad y otras dudas: todos somos niños de
Domingo de Ramos que estrenamos cada día las manos de un amor,
de un sueño del país de la esperanza. Y tú, más niño que
nadie. Siempre me inquietó que conservabas la cara del niño
que fuiste. Lo seguías siendo. Como si cada poema fuera una
travesura de colegial de Villasís, temeroso del castigo
jesuítico. Estabas en Madrid, pero no vivías en Madrid. Vivías
en Sevilla, la Barí, la mejor, la que cada uno lleva en su
nostalgia:
Sevilla tiene una torre
y en esa torre yo he escrito
junto a mi nombre otro nombre.
Ya sé qué nombre escribiste en la Giralda cuando subiste sus
rampas cogiéndole el talle en cada balcón: el de Sevilla, tu
primero y único amor. Llevabas a Sevilla en los ojos. Estabas
en Madrid, en la Tertulia Hispanoamericana, se te miraba a los
ojos tristes, becquerianos, y en ellos se leía el libro de tus
cosas perdidas. En esos ojos, Rafael, se veía el paisaje del
corazón de tu infancia, se oían las campanas de Santa Clara o
las cornetas del Tubero, requeté del Tercio Virgen de los
Reyes en el frente de Sierra Tejonera.
Te veo ahora un Día de Cervantes, cuando nos encontramos, como
todos los años, en el Palacio Real. En la solapa de tu traje
oscuro, traje de sevillano en quinario, llevas un escudito con
el NO8DO de las armas chicas de Sevilla: no me ha dejado. Tu
novia, Rafael, pela la pava contigo en el esmalte de ese
escudito. Nunca tiró al pozo el clavel que le diste. Nunca
plantaste a esa novia que te echaste de niño. Sevilla te dice
que no la has dejado, ni un solo minuto de tu vida. Aunque el
peso de los años carga ahora tu espalda como el oloroso tabaco
tu pipa, sigues conservando esa cara de niño de Villasís que
mira a los naranjos del patio en la clase de Literatura de
Sánchez Castañer. Siempre vives entre naranjos de Sevilla,
olivos de Tarazonilla, peñas de Alájar, en el último cuerpo de
campanas o en la Madrugada de Dios. Tratas de disimularlo:
He vivido cuatro días
tres no fueron sevillanos.
Llevadme a la tierra mía...
¿A que me chivo a la Hermana Corazón de los años irreparables,
Rafael? Hermana Corazón: este niño, Montesinos, monino, dice
mentiras. Dice que ha vivido tres días que no fueron
sevillanos, y eso es un embuste muy gordo. Este eterno niño ha
vivido en Sevilla sus cuatro días, sus cuatro esquinas de San
José, sus cuatro puntalitos finos de las soleares que lo
sostienen, las cuatro esquinitas de su cama de la calle Santa
Clara, las cuatro maniguetas de su Virgen del Valle. Y del
mejor modo: en el corazón de la nostalgia. En esos cuatro días
allí, pero estando aquí, se ha ido muriendo poco a poco:
Que nadie se llame a engaño:
todo el que vive por dentro
por dentro se va matando.
Era un eterno niño que le estaba pidiendo cera a Sevilla, en
una silla de la calle Sierpes por la que con el romancillo de
la Esperanza de Triana vienen los clarines de la Caballería.
En el Palacio Real del Día de Cervantes, cada año lo sentía
apoyarse con menos fuerzas en mi brazo cuando, terminada la
recepción real, bajábamos aquella escalera. No era la escalera
del Palacio Real. Eran las rampas de la Giralda o la escalera
de mármol de Villasís:
Sentaíto en la escalera
esperando el porvenir,
pero el porvenir no llega.
Sigues, Rafael Montesinos, en la escalera del colegio de
Villasís, rampa por donde ya has subido al último cuerpo de
campanas de la Giralda, niño del más verdadero Domingo de
Ramos, en el que este año estrenas las manos del tiempo que ha
muerto entre tus brazos.
Recuadros de días
anteriores
Correo
Biografía de Antonio Burgos
Libros
de Antonio Burgos en la libreria Online de El Corte Inglés
|