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Ni
los velos negros de Carolina y Estefanía. Ni el luto de
Alberto. Ni las condecoraciones en cojines ceremoniales. Ni el
sable venturosamente simbólico de un Príncipe que nunca tuvo
que mandar a sus hombres a la muerte, al odio y a la guerra.
Quien más cerca marchaba tras el féretro de Rainiero III era
su perro. Entre las treinta y seis salvas y los gritos de las
gaviotas, en un silencio como escrito expresamente por
Beethoven, el perro Odin marcaba el paso del cortejo mejor que
los carabineros empenachados. En cuanto a solemnidad de su
paso, nada tenía que envidiarle a monseñor Bernard Barsi,
arzobispo de Mónaco. Si le pusieron collar y correa, fue por
cumplir con la rúbrica del protocolo, como los señores
llevaban chaqué con corbata negra o las señoras velo o tocado.
Si un mayordomo de palacio lo llevaba de la correa, era
estrictamente a efectos de composición del cortejo: el perro
Odin sabía perfectamente su cometido. El que saben todos los
perros, en su lealtad y fidelidad, sin que nadie se lo enseñe,
sin que tengan que amenazarlos leyes y cárceles.
Odin sabe que probablemente Rainiero III había llegado a la
conclusión de tantos hombres: cuanto más conocía a la
humanidad o incluso a su propia familia, más quería a su
perro. De ahí que en el protocolo funeral de Mónaco tuviera
Odin la prelación que le correspondía: muy por delante de la
familia Grimaldi. Si los realizadores de televisión hubiesen
tenido sensibilidad y respeto por el ser vivo que más ha
sentido la muerte de Rainiero, nos hubieran ofrecido el primer
plano que ahora sólo podemos imaginar: la cara de inmensa
tristeza de Odin, la profundidad de la pena en sus ojos.
Estaba con Rainiero desde 1999, cuando el Consejo de la Corona
del Principado se lo regaló en el cincuentenario de su
reinado. Odin llevaba con Rainiero los seis años que tiene.
Toda una vida. Seis años en la vida de un perro es más de
media en la de un hombre. De ahí esa tristeza.
Odin habrá pasado unos tristes días, olisqueando rincones de
palacio, pasando su hocico por habitaciones vacías. Echando de
menos a su amo. Estoy viendo esa cara de la infinita tristeza
del perro que va detrás de la caja que lleva a su amo. He
visto muchas veces a este perro sin amo, huérfano por su
muerte. Vi a Odin en Cádiz. Allí se llamaba Canelo. Se pasó la
vida, hasta que lo mató un coche, a la puerta del hospital,
esperando en vano que saliera con vida el amo que allí había
encontrado la muerte. Vi a este perro en Sevilla, callejero
acompañante de un mendigo que murió de inanición en la
madrugada de los fríos y que permaneció allí, rabiosamente
leal, cuando el juez de guardia levantó el cadáver. He visto
antes muchas veces a este Odin triste como una marcha fúnebre
de Beethoven, cada vez que un perro se ha quedado sin amo: una
lealtad oliendo rincones de la casa. He visto a Odin porque vi
a Triana, la perra dálmata de Amelia Vázquez, cuando se
llevaron muerta a su dueña y ya no podía acompañarla más en su
enfermedad, acostada a los pies de la cama.
El mejor elogio fúnebre del Príncipe de Mónaco lo ha hecho
Odin, solemne y solo en el entierro, pasito a pasito, tras los
carabineros y los penitentes negros de la cofradía de la
muerte. No puede haber maldad en el corazón de un hombre al
que un perro sigue buscando después de muerto. Odin era la
humilde perruna bendición de la fidelidad frente a la
maldición de los Grimaldi. Por la honda naturalidad con la que
representó la tristeza verdadera de todos sus colegas, Odin se
ha ganado la prelación protocolaria sobre todos los del mundo
en el Gotha perruno. Si, a lo Oriana Fallaci, camino de un
árbol donde levantar la pata, Fla, la perrita de la Duquesa de
Alba, se encuentra con Odin en la puerta del ascensor, seguro
que le cede el paso. Odin ha dado una vez más la suprema
lección de los perros que nos hacen mejores a los hombres.
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