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Como
tantos padres, intentaba, y no siempre lo conseguía, conocer
qué hacía su hijo en la calle los fines de semana, hasta las
claras del día. Esos viernes y sábados de estar en vela, sin
poder coger el sueño hasta que, ¡por fin!, a las tres, a las
cuatro de la mañana, se oye el ascensor en el silencio de la
noche y suena luego la llave en la cerradura y los pasos de
quien abrió la puerta:
-Mari, menos mal: el niño está ya aquí...
Niño... Es un decir. Cómo será el niño de poco niño que ya
tiene edad hasta para conducir esa amotillo que los trae a mal
traer en estos fines de semana de insomnio y lexatín. Le
dijeron:
-Si quieres, cuando tengas la edad para el carné de conducir
te compramos un coche, pero del vespino no nos gusta nada...
-Si, total, aunque no me lo compréis me voy a montar en la
moto de los amigos y va ser igual...
Al final acabaron comprándole la motito de los insomnios. Como
de todas formas se la iba a terminar comprando la abuela... En
esas largas noches esperando que suene una llave en la
cerradura y no un teléfono desde la Guardia Civil de Tráfico,
piensa en lo poco que conoce de su hijo. En lo poco que su
hijo deja que le conozca. Apenas sabe quiénes son sus amigos.
-¿Con quién vas?
-Con Pablo...
-¿Y ese Pablo cómo se llama?
-¿Pues cómo se va a llamar? Pablo.
Los amigos de su hijo probablemente no tienen apellido, ni
familia. No ha podido averiguar hasta ahora cómo se apellidan,
de qué familias son:
-Jo, papá, ¡qué antigüedad de clasismo con las familias!
Supongo que hasta querrás que dé un braguetazo con una niña
rica potrica...
Por todos estos antecedentes se le cayó el mundo a los pies
cuando le dijo su hijo:
-Papá, tengo que hablar contigo sobre lo que hemos decidido
Pablo y yo...
No le hizo el menor comentario a su hijo, pero sobre un
horizonte de parejas de hecho y de general pérdida de papeles
éticos, en esta nación desnortada sin valores ni principios,
para sus adentros pensó esa palabra que le sale del alma y que
lo dice todo: «Ojú...»
-¿Sabes lo que hemos decidido Pablo y yo, papá?
-No sé, hijo...
-Pues salir del armario.
Se quedó callado, sin poder creerlo. Se acordó de un poema de
Bécquer que estudió en el bachillerato: «Cuando me lo contaron
sentí el frío/de una hoja de acero en las entrañas». ¿Cómo a
él, precisamente a él, que tanto se había preocupado por la
educación de su hijo conforme a unos valores y a unos
principios, podía ocurrirle aquello? La hoja de acero estuvo
sólo unos instantes en sus entrañas. Su hijo, viéndole la
cara, le dijo, con una sonrisa:
-No, papá, tranquilo, de eso que estás pensando, nada: nos
molan las tías cantidad, más que a nadie, y las traemos de
calle. El armario del que hemos decidido salir es otro. Es el
armario de la cobardía, donde vemos que están metidos muchos
amigos, acoquinados, sin atreverse a decir lo que piensan.
Hemos decidido decir donde haga falta, y aunque nos llamen lo
que quieran, que somos católicos, y de derechas, y que creemos
que no hay derecho a lo que están haciendo con España y con la
ética. Ah, y que nos encanta el Papa... No estamos dispuestos
a estar ni un minuto más callados ni avergonzados de cuanto
somos, y a mucha honra, mientras los demás no tienen vergüenza
de restregarnos por la cara lo que son y lo que piensan...
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