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La
Condesa de Barcelona escribía Betis con B de Borbón. Cuando la
veía recibiendo a su Betis bueno, o a su Curro de su alma, o
sentada en su velador de La Alicantina tras haber rezado ante
su Señor de Pasión, tomándose la copita de solera a que la
convidaba Eduardo León y Manjón, siempre pensaba en lo
sevillano que tenía que ser su padre, el Infante Don Carlos,
para dejarle en herencia este amor por la ciudad.
La Infanta Doña Esperanza de Borbón escribe Triana con T de
Trono imperial del Brasil, entre las palmeras de su palacio de
Villamanrique. Que es mucho más Villamanrique de la Condesa,
de la Condesa de París, cuando Doña Esperanza va de amazona en
las viejas fotografías de reales giras campestres por Gato, la
Historia de España y de Francia en una sola pieza, las flores
de lis de Montpensier y San Telmo en quien recibió de su padre
este amor por Sevilla.
Doña María y Doña Esperanza eran para Sevilla antes de la
guerra las niñas del Infante Don Carlos. Aquel Infante Don
Carlos sevillano y popular, que con el título del Reino que
más le gustaba tomar cañas en la Feria era con el Marqués de
las Cabriolas, moyatoso cobrador de La Previsión Española.
Aquel Infante Don Carlos, capitán general en el palacete de La
Gavidia, a quien el Comité Republicano, tras el 14 de abril de
1931, ya con Don Alfonso XIII camino del destierro, visitó en
su casa de La Palmera:
-Don Carlos: aunque hayamos echado al Rey, y usted sea un
Borbón, usted y Doña Luisa, y las niñas, y el Infante Don
Carlitos, se pueden quedar aquí, que no les va a pasar nada,
porque usted sabe lo que les queremos los sevillanos.
A pesar de aquel respeto de los sevillanos que rendían los
honores de la tricolor ante la flor de lis, Don Carlos y Doña
Luisa, y Don Carlitos, y las niñas, marcharon al destierro.
Años trágicos pasaron antes que pudieran volver a Sevilla.
Años tristes, en los que Don Carlitos murió en el frente y lo
enterraron en Pasión. Cuando la parte más sevillana de la
Familia Real regresó, se alojaron en el Hotel Inglaterra. Los
sevillanos les habían llenado de nardos sus cuartos. En el
cuarto de un hotel de Roma iba a morir Don Alfonso XIII y en
el cuarto de un hotel de Sevilla, con un balcón abierto a la
alegría con palmeras y coches de caballos de la Plaza Nueva,
la ciudad volvía a recibir a Don Carlos y aquellas dos niñas
tan sevillanas, que habían estudiado con las Irlandesas en la
calle Palmas.
La Infanta Doña Esperanza no olvida aquel olor de los nardos
del Hotel Inglaterra. Cuando en la mañana del 15 de agosto,
como una manriqueña más, con su bata de cretona, sus gafas de
sol y su abanico, viene a ver a la Virgen de la Familia, a la
Virgen de los Reyes, el olor de los nardos le recuerda aquel
regreso del destierro. Cuando Doña Esperanza, junto a su
querido Don Pedriño, está lejos, en Brasil, la humedad de
flamboyanes y mangos del palacio de Parà le trae a veces el
olor de esos nardos. El recuerdo de su Sevilla. A la que ella
le pone el nombre de Triana y el verde de un Simpecado.
Yo ahora estoy viendo a Don Pedriño y a Doña Esperanza con la
Hermandad de Triana, jóvenes, camperos, por la Raya, camino
del Rocío. Doña Esperanza va vestida de gitana y el empaque de
su realeza convierte los volantes en manto imperial. Doña
Esperanza ahora hace la presentación con Triana. Lleva la vara
en el estribo. Huele a nardos. Como huelen ahora en esta tarde
de campanas y banderas de España en Villamanrique, cuando Doña
Esperanza, amazona del tiempo irreparable en una silla de
ruedas, inaugura la nueva casa de la Guardia Civil. Son los
inmarcesibles nardos de la sevillanía de Doña Esperanza. De
aquella niña a la que su padre, el Infante Don Carlos, le
enseñó a querer a una Sevilla a la que ella le puso el nombre
de Triana, le puso el color del Rocío, le puso el olor de unos
nardos.
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