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EL
puente está esperando las banderitas gitanas. El río, los
desnudos, escultóricos torsos de los muchachos, en sus
zambullidas de sebo del palo de la cucaña. Son los días más
hermosamente largos. La tarde da las últimas boqueadas de luz
sobre la cal de la plaza de los toros. Hoy no hay cámaras de
televisión corriendo detrás de los famosos. Hoy no se detiene
ante la Puerta del Príncipe el cochazo del que se baja el rico
podrido, maqueado, poderoso, la flor en el ojal, la guapetona
al lado. Hoy no vienen por el Paseo Colón los abonados con la
almohadilla puesta desde su casa. Por no haber, no hay ni
reventa para esta nocturna antigua sin picadores. Todo es
nuevo en esta plaza, menos el viejo miedo de los chavales
entrando por la calle Iris. Vas a la taquilla y pides:
-Una grada de sombra con derecho a Giralda...
Y, San Pedro sin lágrimas, el taquillero, tomando los tacos de
las entradas, te abre las puertas del paraíso: grada impar de
sombra. Subes las escaleras como de servicio de casa grande.
Sales al callejoncito que entusiasmaba a Cañabate. La
callecita encalada, como de Judería de San Bartolomé, con su
farol y todo, que lleva a la grada 3, a la 5, a los músicos de
Tejera que afinan los clarinetes. Al Caña le recordaba a Arcos
de la Frontera este callejoncito que se abre a los secretos
prodigios de Sevilla. Atraviesas la puerta de calamocha, sales
a la grada, y tienes para ti solo todos los grabados del XIX,
hechos vida: el arco, las columnas, la barandilla del
balconcillo, los hierros de los palcos. Abajo, el ruedo,
frescor regado en la calina de la ladrillería recalentada. Y a
lo lejos, sobre el azul único del anochecer por Levante,
solemne, sola, la Catedral. La Giralda alzándose como el palo
mayor de un galeón de piedra que hubiera llegado a los muelles
del Arenal con la flota de la Carrera de Indias.
Está la plaza aún vacía, flama del ladrillo. La arquería de
las gradas, inmensa caja de resonancia del Pleyel de los
pasodobles, te trae como si estuviera a tu lado la
interrogación del sonido de un saxofón que luego tocará una
ópera flamenca. Por el callejón, rebullir de esportones y
mozos de espadas, nervios de padres de debutantes. Poco a
poco, muy poco a poco, los tendidos se van llenando de niños y
de cáscaras de pipas. Donde los ricos y poderosos en la feria,
ahora, en las barreras, los que vienen desde el pueblo a ver a
ese chaval de la escuela taurina. Hay todavía un silencio de
plaza de pueblo, de plaza de barrio. El atardecer de la plaza
de San Lorenzo o de Carmen Benítez ha entrado por un portalón
de la calle Adriano y se ha tirado de espontáneo desde el
tendido 11. Son los vencejos, tan buenos aficionados que no se
pierden ni las nocturnas. Te acuerdas del ganadero que vivía
junto al Compás de las Mercedarias y, mirando a la Giralda, te
parece que a ella le dedicara sus versos en esta calor de la
noche de la ilusión de estos niños toreros:
Resquebrajada la torre
tira al viento mil quejidos
de vencejos y aviones,
de lechuzas y cernícalos.
Y en esto que empieza a sonar el pasodoble, y salen las
cuadrillas, sin picadores, con un solo tiro de mulas y blusas
blancas. Hay algo de primera comunión sin estampitas en el
paseíllo de estos muchachos, liados en su capote de sueños. El
reloj marca con sus luces la hora antigua del verano de
Sevilla. Parece el reloj de un ayuntamiento de pueblo que
hubiera venido a la nocturna para ver debutar al hijo de un
municipal que está en la escuela taurina y no veas qué
pellizco con el capote.
Y desde el puerto de Gelves, José te dice: quien no ha visto
las luces eléctricas de una nocturna reflejándose sobre el oro
de vestidos de sueños y de miedos, no ha visto la ilusión del
toreo en toda su vida.
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