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El Recuadro   

 Antonio Burgos

ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


El patio de Tía Bily

Pasa el esparto de las alpargatas de las hermanas de la Cruz sobre el mármol de este patio del palacio de Villamanrique de la Condesa. Palmeras, mecedoras y quencias bajo la vela, tan marinera, tan de galeón de Indias. Alpargatas de tocas monjiles sobre este mármol que antes pisaron las botas con leguis de Don Alfonso XIII cuando venía de montería al Coto; los zapatos de charol del esmoquin de Don Juan Carlos cuando vino a casar a la Infanta Doña Elena en la Sevilla de su madre Doña María y de Doña Esperanza. De Tía Bily. Las hermanas de la Cruz bajan de amortajar a Tía Bily con la estameña de Sor Angela. Si no trajeran en la mano una bolsa de plástico, una bolsa de compras, viéndolas en este patio de palmeras y mecedoras brasileñas de rejilla se diría que no son de este tiempo. Esa bolsa de plástico de una tienda de la calle Francos que traen las hermanas de la Cruz nos dice que con Doña Esperanza de Borbón han amortajado un tiempo. Una época. Arriba, en su cuarto de portarretratos con un Don Pedro de Orleáns guapo y joven, entre caobas tropicales y plata virreinal, no sólo está muerta una Infanta de España, sino la última de una generación de los Borbones. Ahora, ahora es cuando ha terminado aquel tiempo. Ahora, ahora es cuando un armón vuelve a traer a Don Alfonso XIII al Escorial desde la iglesia romana de Montserrat; cuando un torero se cuadra como un grande de España ante el féretro de Doña María en Palacio; cuando en el Patio de la Armería suena una marcha sentimentalmente marinera en honor del almirante Juan de Borbón, navegante de mares imposibles de la Historia de España.

Decían de Doña Esperanza que estas venas azules de esas manos como de cera ya cruzadas para siempre en este imperio de silencio y mármol, llevaban más sangre de Luis XIV que el mismo Luis XV. Borbón y Borbón hasta el infinito. Con majestad no aprendida hasta dormitando la siesta en las mecedoras de mimbre de este patio. Ahora que se oyen pájaros desde el jardín del cenador de buganvillas y palmeras de pata de elefante, digo que en este palacio manriqueño, amortajada Doña Esperanza, muerta toda una época de la Familia Real, hay más Brasil que allá en Grao Parà. Luz de América en la Andalucía de ida y vuelta, frescor de miniatura de selva en los macetones. En las columnas del patio, los capiteles blasonados con las armas de los Zúñigas. Llevan enlazadas dos iniciales: A y B, Alvaro y Blanca. Junto a una de esas columnas, fuera del tiempo, en su silla de ruedas, nadie sabe si Don Pedro de Orleáns y Braganza, roto por los años, se ha enterado de lo que nadie se atreve a decirle. Don Pedro está ya solo. Ante esta columna del patio de Villamanrique blasonada por letras de amor, me acuerdo de otra columna, de otra historia de amor. Una columna de la plaza de los toros de Sevilla. Del palco de la Real Maestranza en su plaza. La columna que separa a los caballeros de las damas en el balconcillo. Era la columna de Don Pedro y Doña Esperanza. Allí, cada tarde de toros, nos enseñaban su historia de un amor hondo y emocionante. No de niños. De mayores. Junto a esa columna se sentaba el imperial Don Pedro, como el último de los caballeros, con tal de estar al lado de Doña Esperanza, la primera de las damas del Real Cuerpo. Tardes y tardes los veíamos allí, juntos, siempre juntos, como unos novios, cada uno a un lado de la columna. Amor y fidelidad en quienes llevaban la realeza con el afectuoso distanciamiento de la majestad.

Ahora, en Villamanrique, miro esta columna de los Zúñigas, y como está al lado el fiel Conde de Miraflores de los Angeles, y está el Conde de Luna, caballeros maestrantes, se me hace vivo y cercano aquel amor de Doña Esperanza y Don Pedro en la plaza de los toros. Doña Esperanza ha muerto. Con Tía Bily se va toda una generación de la Familia Real. Queda aquí Don Pedro, junto a una columna y a un amor. Solo. Es tan terrible su enfermedad que ni siquiera sabe que está solo y que él sí que de verdad es el fin de toda una raza, de un tiempo de grandezas.



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