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Pasa
el esparto de las alpargatas de las hermanas de la Cruz sobre
el mármol de este patio del palacio de Villamanrique de la
Condesa. Palmeras, mecedoras y quencias bajo la vela, tan
marinera, tan de galeón de Indias. Alpargatas de tocas
monjiles sobre este mármol que antes pisaron las botas con
leguis de Don Alfonso XIII cuando venía de montería al Coto;
los zapatos de charol del esmoquin de Don Juan Carlos cuando
vino a casar a la Infanta Doña Elena en la Sevilla de su madre
Doña María y de Doña Esperanza. De Tía Bily. Las hermanas de
la Cruz bajan de amortajar a Tía Bily con la estameña de Sor
Angela. Si no trajeran en la mano una bolsa de plástico, una
bolsa de compras, viéndolas en este patio de palmeras y
mecedoras brasileñas de rejilla se diría que no son de este
tiempo. Esa bolsa de plástico de una tienda de la calle
Francos que traen las hermanas de la Cruz nos dice que con
Doña Esperanza de Borbón han amortajado un tiempo. Una época.
Arriba, en su cuarto de portarretratos con un Don Pedro de
Orleáns guapo y joven, entre caobas tropicales y plata
virreinal, no sólo está muerta una Infanta de España, sino la
última de una generación de los Borbones. Ahora, ahora es
cuando ha terminado aquel tiempo. Ahora, ahora es cuando un
armón vuelve a traer a Don Alfonso XIII al Escorial desde la
iglesia romana de Montserrat; cuando un torero se cuadra como
un grande de España ante el féretro de Doña María en Palacio;
cuando en el Patio de la Armería suena una marcha
sentimentalmente marinera en honor del almirante Juan de
Borbón, navegante de mares imposibles de la Historia de
España.
Decían de Doña Esperanza que estas venas azules de esas manos
como de cera ya cruzadas para siempre en este imperio de
silencio y mármol, llevaban más sangre de Luis XIV que el
mismo Luis XV. Borbón y Borbón hasta el infinito. Con majestad
no aprendida hasta dormitando la siesta en las mecedoras de
mimbre de este patio. Ahora que se oyen pájaros desde el
jardín del cenador de buganvillas y palmeras de pata de
elefante, digo que en este palacio manriqueño, amortajada Doña
Esperanza, muerta toda una época de la Familia Real, hay más
Brasil que allá en Grao Parà. Luz de América en la Andalucía
de ida y vuelta, frescor de miniatura de selva en los
macetones. En las columnas del patio, los capiteles blasonados
con las armas de los Zúñigas. Llevan enlazadas dos iniciales:
A y B, Alvaro y Blanca. Junto a una de esas columnas, fuera
del tiempo, en su silla de ruedas, nadie sabe si Don Pedro de
Orleáns y Braganza, roto por los años, se ha enterado de lo
que nadie se atreve a decirle. Don Pedro está ya solo. Ante
esta columna del patio de Villamanrique blasonada por letras
de amor, me acuerdo de otra columna, de otra historia de amor.
Una columna de la plaza de los toros de Sevilla. Del palco de
la Real Maestranza en su plaza. La columna que separa a los
caballeros de las damas en el balconcillo. Era la columna de
Don Pedro y Doña Esperanza. Allí, cada tarde de toros, nos
enseñaban su historia de un amor hondo y emocionante. No de
niños. De mayores. Junto a esa columna se sentaba el imperial
Don Pedro, como el último de los caballeros, con tal de estar
al lado de Doña Esperanza, la primera de las damas del Real
Cuerpo. Tardes y tardes los veíamos allí, juntos, siempre
juntos, como unos novios, cada uno a un lado de la columna.
Amor y fidelidad en quienes llevaban la realeza con el
afectuoso distanciamiento de la majestad.
Ahora, en Villamanrique, miro esta columna de los Zúñigas, y
como está al lado el fiel Conde de Miraflores de los Angeles,
y está el Conde de Luna, caballeros maestrantes, se me hace
vivo y cercano aquel amor de Doña Esperanza y Don Pedro en la
plaza de los toros. Doña Esperanza ha muerto. Con Tía Bily se
va toda una generación de la Familia Real. Queda aquí Don
Pedro, junto a una columna y a un amor. Solo. Es tan terrible
su enfermedad que ni siquiera sabe que está solo y que él sí
que de verdad es el fin de toda una raza, de un tiempo de
grandezas.
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