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No
iban los celebrantes revestidos con ternos negros de oros
recamados, sacados de vitrinas de tesoros del monasterio de
San Lorenzo. Eran llanas casullas de curas de pueblo, de misa
de romeros o de celebración al alba en el camino, ante el
Simpecado. No estaban las armas reales sobre un negro
catafalco como de soneto cervantino. Era la bandera de España
que cubría el cuerpo muerto de la que tanta vida y con tal
alegre, sencilla majestad pasó entre estas gentes, en este
pueblo. Doña Esperanza de Borbón, como buena rociera, como
buena andaluza, nunca supo bien si Villamanrique era antesala
del Rocío o antecámara de la misma gloria bajada a la marisma.
Esta iglesia de Villamanrique de la Condesa donde ahora están
enterrando a una época de la Familia Real y a una Infanta de
España y Princesa del Brasil no tiene herrerianas piedras
ilustres, pero sí la suprema sencillez de la cal. Este aire,
tan auténtico, tan de pueblo, que entra por las abiertas
puertas parroquiales, viene de los pagos que la amazona Doña
Esperanza repicó a caballo, que ahora suenan como una oración
fúnebre en su memoria: Gato, Hato Ratón, Raya Real, Camino de
los Llanos.
No pudo tener nunca mejor Escorial una Infanta de España para
su entierro que esta Andalucía manriqueña y rociera de Doña
Esperanza. Sólo aquí puede lograrse algo tan difícil como la
sencilla solemnidad o la solemne sencillez. Entierran al mundo
regio de Doña Esperanza en el mundo andaluz de Doña Esperanza.
El seguro azar de la Historia ha levantado en esta sencillez
de cal y almagra, de Simpecado y medalla, un Escorial en la
marisma. En este mundo de sillas vaqueras, de saca de yeguas,
de cancelines y becerras, de monterías regias, de coronaciones
de Vírgenes, se entierra hoy el mundo de la Princesa del
Pueblo, que es el mundo de la Condesa de París, del Infante
Don Carlos, de la Infanta Doña María Luisa, el mundo tan
refinadamente Orleáns, pero tan popular a un tiempo, del Duque
de Montpensier.
La traen a enterrar a este su Escorial con azulejos. Y se
conjugan extraños ritos. El ceremonial de Corte con los ritos
funerarios de la Hermandad de la Santa Caridad. Isabel II con
Miguel de Mañara. Vienen las hopas azules de los hermanos de
la Caridad con su cera ardiente tras el corazón entre llamas
del Venerable. Y junto a ellos, los soldaditos como de plomo,
de cuarto de muñecas de las infantitas, de la Guardia del Rey
que llevan la caja. Azules de un cuadro de Valdés Leal las
hopas; azules de un cuadro de Sotomayor las guerreras. Si
sabrán de realezas estos pueblos, que a la Virgen del Rocío la
proclaman Reina de las Marismas. A Doña Esperanza van a
enterrarla en el Panteón de Infantas del Escorial de esta
Reina, de la Reina de las Marismas. A cuya Corte de arenales y
coplas llegaba cada primavera con el manto imperial de un
traje de volantes, siempre al lado de Don Pedro, que tremolaba
al estribo de su caballo la más victoriosa bandera que
emperador alguno enarboló nunca: el rojo guión del Rocío de
Villamanrique.
Y suena fuera la música militar, los toques de ordenanza que
de niña Doña Esperanza conocía como la exactitud de un reloj
inglés en los salones de La Gavidia, donde su padre el Infante
Don Carlos era capitán general de la Andalucía. Marcha de
Infantes. Y suena ahora «Amargura». Quiero decir que suena la
Sevilla de la cripta de Pasión, pudridero real de negro ruán
para Don Carlos, Doña Luisa y aquel Infante Don Carlitos
muerto en el frente defendiendo esta bandera de la Monarquía
que ahora cubre para siempre el cuerpo de la última de los
Borbón y Orleáns. Alzan ahora el Cuerpo del Hijo de la Virgen
del Rocío en la sencilla solemnidad de la misa. Y una gaita y
un tamboril manriqueños tocan la Marcha Real. Ni el más
refinado órgano regio del Escorial podía darle al repeluco de
la Marcha Real más emoción que este tamboril de su Rocío que
despide a una Infanta de España, Princesa de los amores de ese
Brasil azul y lejano de los perdidos ojos de Don Pedro de
Orleáns y Braganza.
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