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El Recuadro   

 Antonio Burgos

ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Manolo Vázquez: una tarde de Corpus capicúa

Si es por citar de frente, hasta a la cita obligada la hizo romperse y con una muñeca más clásica que los colores de su túnica de hermano mayor de San Bernardo, obligarla a que siguiera los vuelos de su muleta, antigua de matadero y escuela de tauromaquia, de conocimiento de los terrenos y de las distancias en corraletas y cerrados. Dice la cita: «Nunca segundas partes fueron buenas». Eso es para otros. Para Manolovázquez, fueron mucho mejores que la primera. Manolovázquez, así, todo junto, ligando, siempre ligando nombre y estirpe, como lo llamaba el amor de su Remedín, la hija de don Andrés Gago para el mundo del toro.

Hubo en un tiempo, comedios del siglo XX, un novillero del barrio de San Bernardo que arrancó con mucha fuerza, formando pareja con un muchacho de Ronda que se llamaba Antonio Ordóñez. Cualquier cosa. Este nuevo niño sevillano se hizo torero siendo todavía novillero. Y en Madrid. El 11 de junio, siempre junio de magnolias en la blancura del toreo de Sevilla, el 11 de junio de 1950, decía, con un AP, que entonces no era Alianza Popular, sino el salmantino hierro de Antonio Pérez de San Fernando, Manolovázquez le enseñó a Madrid algo que España entera había olvidado: cómo se toreaba de frente: «En San Bernardo, señores, esto se hace así». Eran los tiempos del toricabra que cabreaba en las tertulias al veterinario Juan Revilla, que decía que todos toreaban de perfil: el toro por un rail de ferrocarril y la figurita en la otra, en dos líneas eternamente paralelas, frías y falsas hasta el infinito. A aquella Renfe madrileña del toreo de perfil, llegó Manolovázquez con la fuerza de una locomotora de los Ferrocarriles Andaluces de la estación de San Bernardo e hizo descarrilar la lidia de carretón. Los madrileños que no habían descubierto el toreo de Sevilla ni con Chicuelo ni con Pepe Luis, lo hallaron con Manolovázquez. Pero le pusieron su sello. Hubo una vez un torero de San Bernardo que era un torero de Madrid. En Sevilla, Manolovázquez era el hermano de Pepe Luis. En Madrid, Pepe Luis era el hermano de Manolovázquez.

Hasta que las dos ramas, el seise de San Bernardo y la locomotora que desde la estación de San Bernardo hizo descarrilar el toreo de perfil, se unieron en la generación siguiente. A Pepe Luis le salió un niño torero. Hijo de Pepe Luis, nieto de Silva el droguero de la Alfalfa y sobrino de Manolovázquez. El niño tenía lo mejor de la casa: la gracia del padre, la técnica del tío y hasta el arte del canguelo del otro tío, de Antonio Vázquez. Al niño de Pepe Luis, que hasta que se muera seguirá siendo el niño de Pepe Luis, había que darle la alternativa como Dios manda. Quiero decir como manda el Señor de la Salud cuando viene acompañado de toreros del barrio por el puente, en la puerta de cuadrillas del sol del Miércoles Santo. ¿Quién mejor para darle la alternativa al niño que el tío del niño, sangre de su sangre? Así fue cómo Manolovázquez, citando de frente, hasta rompió la trayectoria de las frases hechas. Tras su retirada en 1968, aproximadamente en tiempos del Rege Carolo, Manolovázquez se volvió a hacer un vestido de torear para doctorar a su sobrino el Domingo de Resurrección de 1981, en Sevilla, ¿dónde iba a ser?, no iba a ser en Santander, mi alma, lagarto, lagarto con aquella cornada de espejo...

Y ya vestido de torero, se sintió tan a gusto Manolovázquez abriendo el compás, bajando la mano, cargando la suerte, muñequeando, que aprovechó la collada de la alternativa del sobrino para volver a nacer. Como torero de Sevilla. Sevilla descubrió a Manolovázquez ya cincuentón, aunque con tantas ilusiones como su sobrino. Sevilla estaba ilusionada con el niño de Pepe Luis y se encontró con su hermano. Torero que Sevilla hasta entonces no había podido ver en su esencia, presencia y potencia. Fue un mes de junio, junio tenía que ser. Corpus grande, magnolias blancas. Relucía más que el sol el cartel del Corpus de 1981: Curro, Paula y Manolovázquez. Toros de Bernardino Píriz. La gente iba a ver a Curro y a Paula, y se encontró con Manolovázquez, gracias a que le hirvió el agua de la caldera de la vieja locomotora de la estación de San Bernardo en aquel tercio de quites. Aún lo estoy viendo en la boca de riego, citando de largo con el capote a un toro que no se le arranca. Aún le está tirando la montera para provocarle la embestida. Y aún le está pegando esos lambreazos de su revelación ante Sevilla. ¿Quién es en este Corpus el verdadero seise de San Bernardo?

Una tarde de Corpus capicúa: 18/6/81. A Sevilla y al torero les tocó el gordo de aquel capicúa. El año que viene hará 25 años. Esta primavera, en El Esparragal, la última noche que hablé con Manolovázquez, evocábamos aquel Corpus capicúa. Manolovázquez tenía siempre como una sevillana indolencia, una desgana en su forma de hablar, un desapasionamiento de mano baja. Pensando en las bodas de plata de aquel Corpus de oro, le noté más pesadumbre que nunca. Quizá supiera que no habría de conocer las bodas de plata de su casamiento torero con Sevilla. Como yo lo sé tristemente ahora, en este Día de la Virgen en que todo el que es en el toro se viste de torero y en que Manolovázquez se viste de luces de frente, de hondura, para su paseíllo definitivo. En su última temporada, la de la triunfal retirada el día del Pilar de 1983, iba cogiendo puñaditos de albero andaluz o de norteña tierra negruzca en todas las plazas de las que se despedía. Se los guardaba en un pañuelo, se lo llevaba a su chalé del Porvenir y Remedín lo guardaba en un catavinos, al que le ponía la plaza y la fecha. Aquellos catavinos eran como relojes de arena parados, que habían marcado el tiempo de la verdad de un torero de Sevilla que la ciudad descubrió a su aire y a su ritmo, despacio, más vale tarde que nunca, segundas partes de superior para arriba. Aquel Corpus capicúa cuyas bodas de plata Manolovázquez no ha llegado a poder ver. Sevilla sí ha de seguir viéndolo, citando siempre de frente a la vida y a la muerte.



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