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Gracias
a la iniciativa veraniega de Chipiona, la memoria se remonta
como un pandero. Como una pandorga. Como un barrilete. En
Andalucía la Baja, nunca como una cometa. Cometa era como
llamaban a los panderos, a las pandorgas, a los barriletes,
los niños de Madrid que veraneaban en aquella Rota cuyo cielo
se puso rojo tal día como ahora, cuando la explosión de Cádiz:
-Mi padre me ha hecho un pandero y esta tarde vamos al
Chorrillo a remontarlo...
-¿Y un pandero qué es?
Los veraneantes de Madrid nunca habían visto un pandero. Y si
lo habían visto, lo llamaban de una manera extrañísima:
cometa. Palabra que sonaba a clase de Geografía, a planetas,
satélites y cometas, a Neptuno y Saturno, no al alto cielo
roteño con olor a los pinares de las arenas que aún no habían
sido una Playa Omaha por cantiñas para el desembarco de los
americanos. Como los niños de Rota aún no le podíamos pedir
chicle a los americanos, nos conformábamos con remontar los
panderos que nos habían hecho nuestros padres. Ahora que lo
miro, eran exactamente iguales que la definición del DRAE:
«Armazón plana y muy ligera, por lo común de cañas, sobre la
cual se extiende y pega papel o tela; en la parte inferior se
le pone una especie de cola formada con cintas o trozos de
papel, y, sujeta hacia el medio a un hilo o bramante muy
largo, se arroja al aire, que la va elevando, y sirve de
diversión a los muchachos».
Los muchachos éramos nosotros, como ahora los del concurso de
Chipiona. Lo que pasa es que nosotros no teníamos un jurado de
lujo, con la pintora Carmen Laffón y con el poeta Joaquín
Márquez, para que nos dijera qué pandero era el más bonito. Mi
jurado, que era mi tía María, decía que el pandero más bonito
era el mío. Sigo estando completamente de acuerdo con ella. No
por nada, sino porque me lo hacía mi padre, el alfayate del
farol del Señor. Lo traía hecho de la sastrería el sábado,
cuando llegaba en Los Amarillos con Pepe Mesa, con Garcigó y
con Manolo Carreras, rodríguez roteños. Un pandero casi tan
alto como yo. Hecho de cañas y de entretela de las chaquetas.
Pegado con engrudo. Amarradas sus hexagonales cañas con
cuerdecitas muy finas, como las de los paquetes de dulces de
Ochoa. Y con una cola larga, larga, larga, de retales de las
telas del taller. Y con una cuerda más larga todavía,
enrollada en un carrete comprado en La Llave. Y lo más bonito
de todo, el dibujo de mi pandero. Otros niños tenían pegados
en la cara de su pandero dibujos de los tebeos, El Guerrero
del Antifaz, Jaimito. Mi padre recortó una portada de El Ruedo
y, como era tan manoletista, puso en mi pandorga un Manuel
Rodríguez así de grande, como un cartel de feria antigua.
Desde mi alto pandero, Manolete le daba manoletinas al viento
de la bahía, sobre un fondo de cúpula de la Catedral de Cádiz
y de velas latinas de las parejas de faluchos que volvían al
muelle de Rota a la caída de la tarde.
Como ahora en el concurso de Chipiona, los que disfrutaban de
verdad con el pandero eran los padres. Como niños antiguos. Mi
padre volvía a su corral de la calle Pedro Miguel cuando
delgado, vestido de pantalón blanco, redondas gafas de sol,
remontaba mi pandero en Rota. Yo vuelvo ahora a Rota. Mi padre
remonta el pandero que no tuvo el niño pobre del corral. Yo
mismo remonto ahora el pandero de aquel niño. La guita del
pandero tiene algo de pesca de los vientos. Guita para el
anzuelo de la memoria. En aquellos cielos donde le daba
manoletinas al levante el torero de cuya muerte nos
enteraríamos pocos días después de que el cielo se pusiera
rojo en la noche roteña de moscatel y tintilla. Cuando mucho
más tarde, en Bachillerato, leíamos en Cervantes lo de «cuando
Preciosa su pandero toca», no pensábamos en pellejos ni en
sonajas, sino en aquel Manolete al que la memoria le sigue
soltando guita en el alto cielo de Rota. Oliendo a yodo con la
marea baja.
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