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Sevilla
rima con muchos tópicos: manzanilla, mantilla, Giraldilla.
Ea, ahí tienen dos versos hechos.
Albero rima con muchos tópicos: torero, costalero. Pero ahí,
en el albero, no tienen dos versos hechos, sino un verso
roto. Un verso de pie quebrado. Quebrado y escayolado.
Lo digo por lo que piensan del albero los vecinos de la
Alameda, ay, Alameda, que cantaba Triana. Le han dado
calabazas al albero que con todo buen gusto querían echar
sobre el paseo central de la Alameda. Traduzco: sobre el
recuerdo de los flamencos sentados en los veladores de la
esquina de Las Maravillas; sobre la memoria de sonantas de
La Sacristía; sobre el reflejo de las murgas en los
cristales de los puestos. La Alameda donde Pastora reinaba
con la Casa Pavón y donde Juanito Valderrama hacía su
bachillerato de cante. El Ayuntamiento, en la reforma de la
Alameda, quería dejar el paseo central con una parte
importante de albero. De albero de toda la vida. De oro de
Alcalá. De luz de la primavera. Pero los vecinos dicen que
nanai: que el albero es muy difícil de mantener, mejor eche
usted una buena torta de hormigón, maestro, que dura más y
no levanta polvo ni se encharca.
Minuto y resultado: Adoquín de Gerena, 1; Albero de Alcalá,
0. Los vecinos de la Alameda prefieren adoquines en vez de
albero. Creía que esto de las llamadas «plazas duras» era
para hacer juego con la cara de algunos que las diseñan. No.
A la ciudadanía... Ojú lo que he dicho: perdón. Me acuso,
padre Hércules, que estás precisamente en la Alameda con tu
compadre Julio César, que he dicho «ciudadanía», como un
remendón zapatero cualquiera. Que venía diciendo que los
vecinos de la Alameda, los que hicieron piña con El Pali
cuando se empernacó allí en su silla para plantarle cara al
PGOU, no quieren albero ni en pintura. Mejor una buena torta
de cemento. Una plaza dura. Una plaza gris. La plasta de
cemento que todo el que tiene un chalé adosado echa sobre
los arriates que le vendieron a precio de jardín.
El albero, ay, está en franca derrota. Si me gustan los
Jardines de Cristina es porque aún está virgen su romántico
salón central, todo de albero, sin que nadie le haya echado
una torta de cemento, como a casi todas las plazas,
plazoletas y jardines de Sevilla. El albero era como un
almanaque de Sevilla. Llegaba la primavera y las fachadas
todas se encalaban, con revuelo de zancos y escobillas, y
sobre las plazas y los jardines se echaba la mano nueva de
albero de Alcalá. Relucían las plazoletas el Domingo de
Ramos, y era porque Sevilla estrenaba manos: manos de albero
nuevo sobre plazas y jardines. Una maravilla, ir a ver la de
San Julián y ponerte los zapatos perdidos con el polvo, ¿qué
digo polvo?, con el oro molido del albero nuevo.
Luego, conforme iba avanzando la primavera, y pasábamos del
azahar a los jazmines, y llegaba el verano, y pasábamos de
los jazmines a los nardos, el albero de las plazoletas iba
envejeciendo. Se iba haciendo oro viejo. Sobre el que salían
las primeras verdinas con las lluvias del otoño, y se hacía
gris, como el pelo de un ser humano que envejeciera. Y como
Sevilla le daba vida eterna al albero, de aquellas canas del
tiempo volvía de nuevo, por marzo, a brotar la vida,
brillante, poderosa, con las manos de tierra alcalareña que
hacían olvidar los fríos y las tristezas, mientras a lo
lejos se oían cornetas y cascabeles de caballos luego.
Hemos perdido ese reloj de arena sevillanísimo que era el
ciclo del albero en las plazoletas. En su lugar nos han
puesto el reloj digital de un pedazo de adoquín, de una
torta de cemento. La prosa de lo duradero y barato frente a
la poesía del renacimiento anual de la alegría. El oro
molido que cada primavera nos mandaban las canteras de
Alcalá para que volviéramos a estrenar la vida.
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