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El Recuadro   

 Antonio Burgos

ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


El albero, reloj de arena

Sevilla rima con muchos tópicos: manzanilla, mantilla, Giraldilla. Ea, ahí tienen dos versos hechos.

Albero rima con muchos tópicos: torero, costalero. Pero ahí, en el albero, no tienen dos versos hechos, sino un verso roto. Un verso de pie quebrado. Quebrado y escayolado.

Lo digo por lo que piensan del albero los vecinos de la Alameda, ay, Alameda, que cantaba Triana. Le han dado calabazas al albero que con todo buen gusto querían echar sobre el paseo central de la Alameda. Traduzco: sobre el recuerdo de los flamencos sentados en los veladores de la esquina de Las Maravillas; sobre la memoria de sonantas de La Sacristía; sobre el reflejo de las murgas en los cristales de los puestos. La Alameda donde Pastora reinaba con la Casa Pavón y donde Juanito Valderrama hacía su bachillerato de cante. El Ayuntamiento, en la reforma de la Alameda, quería dejar el paseo central con una parte importante de albero. De albero de toda la vida. De oro de Alcalá. De luz de la primavera. Pero los vecinos dicen que nanai: que el albero es muy difícil de mantener, mejor eche usted una buena torta de hormigón, maestro, que dura más y no levanta polvo ni se encharca.

Minuto y resultado: Adoquín de Gerena, 1; Albero de Alcalá, 0. Los vecinos de la Alameda prefieren adoquines en vez de albero. Creía que esto de las llamadas «plazas duras» era para hacer juego con la cara de algunos que las diseñan. No. A la ciudadanía... Ojú lo que he dicho: perdón. Me acuso, padre Hércules, que estás precisamente en la Alameda con tu compadre Julio César, que he dicho «ciudadanía», como un remendón zapatero cualquiera. Que venía diciendo que los vecinos de la Alameda, los que hicieron piña con El Pali cuando se empernacó allí en su silla para plantarle cara al PGOU, no quieren albero ni en pintura. Mejor una buena torta de cemento. Una plaza dura. Una plaza gris. La plasta de cemento que todo el que tiene un chalé adosado echa sobre los arriates que le vendieron a precio de jardín.

El albero, ay, está en franca derrota. Si me gustan los Jardines de Cristina es porque aún está virgen su romántico salón central, todo de albero, sin que nadie le haya echado una torta de cemento, como a casi todas las plazas, plazoletas y jardines de Sevilla. El albero era como un almanaque de Sevilla. Llegaba la primavera y las fachadas todas se encalaban, con revuelo de zancos y escobillas, y sobre las plazas y los jardines se echaba la mano nueva de albero de Alcalá. Relucían las plazoletas el Domingo de Ramos, y era porque Sevilla estrenaba manos: manos de albero nuevo sobre plazas y jardines. Una maravilla, ir a ver la de San Julián y ponerte los zapatos perdidos con el polvo, ¿qué digo polvo?, con el oro molido del albero nuevo.

Luego, conforme iba avanzando la primavera, y pasábamos del azahar a los jazmines, y llegaba el verano, y pasábamos de los jazmines a los nardos, el albero de las plazoletas iba envejeciendo. Se iba haciendo oro viejo. Sobre el que salían las primeras verdinas con las lluvias del otoño, y se hacía gris, como el pelo de un ser humano que envejeciera. Y como Sevilla le daba vida eterna al albero, de aquellas canas del tiempo volvía de nuevo, por marzo, a brotar la vida, brillante, poderosa, con las manos de tierra alcalareña que hacían olvidar los fríos y las tristezas, mientras a lo lejos se oían cornetas y cascabeles de caballos luego.

Hemos perdido ese reloj de arena sevillanísimo que era el ciclo del albero en las plazoletas. En su lugar nos han puesto el reloj digital de un pedazo de adoquín, de una torta de cemento. La prosa de lo duradero y barato frente a la poesía del renacimiento anual de la alegría. El oro molido que cada primavera nos mandaban las canteras de Alcalá para que volviéramos a estrenar la vida.




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