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El Recuadro   

 Antonio Burgos

ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Sevilla, tablón de anuncios

Rosa G. Perea es una poeta sevillana, de las que reivindican a su colega romántica Concepción de Estevarena, la del desconocido y hermoso libro «Últimas Flores», que ha rescatado Torremozas en edición de Luzmaría Jiménez Faro. Concepción de Estevarena nació en 1854 en la calle Siete Revueltas. Calle a la que como le faltan otras siete revueltas para que sea soneto, la Estevarena se las puso en forma de rimas, quizá becquerianas antes de Bécquer. Y hablando de calles y de poetisas románticas sevillanas: no es de recibo que la pesada de Antonia Díaz, cuyo mayor mérito fue casarse con el entonces influyente y adinerado Lamarque Novoa, tenga en El Arenal una calle que le tapa el rótulo histórico a un nombre tan poético como Calle del Áncora. En cambio, la Estevarena, arquetipo de poetisa romántica, hasta con tisis, desgracia y ruina económica familiar para no romper el tópico, no tiene en Sevilla ni un callejoncito. Ya que no a su muerte en 1876, a ver si se la dedican ahora, que los poetas se lo han pedido al alcalde.

Me encuentro en el barrio con Rosa G. Perea, la defensora de Concepción Estevarena, y me dice que sale todas las tardes a enamorarse de Sevilla. Traduzco su delicada poesía a la prosa más prosaica: sale a pasear por Sevilla. ¡Cosas de poetas! Nosotros salimos por Sevilla a mosquearnos, a lamentarnos de lo sucia que está, con las fachadas pintarraqueadas y los rincones meados. Los poetas, como todo lo subliman, salen a enamorarse de Sevilla.

Me encantaría ser poeta. Pasear por Sevilla y enamorarme de la ciudad en vez de cabrearme, pero paseo por Sevilla, como hice ayer tarde, a la hora de los vencejos y de los poetas, en la segunda floración de la jacaranda, y en vez de enamorarme de la ciudad me dan ganas de tomar clases de sevillanas; de aprender bailes de salón; de acudir a la consulta de un psicólogo argentino; de apuntarme en los cursos de autoayuda; de alquilar un piso de tres habitaciones; de comprarme una túnica de La Estrella o una zodiac en buen estado; de quedarme con un vespino; de recuperar las Matemáticas que me catearon en el colegio; de que me enseñen Word Pro, Excel y Ofimática; de pedir leña para la chimenea del adosado; de que me den portes baratísimos... Y sobre todo, ay, paseando por Sevilla me dan unas ganas irresistibles de que liberen al móvil. Sevilla está tomada por el Movimiento de Liberación del Móvil, empapelada con sus pasquines. ¿Qué ha hecho el pobre móvil? ¿Qué móviles inconfesables habrá tenido para que lo hayan metido en la cárcel? Porque si todos, como cervantinos frailes mercedarios, quieren en los anuncios que empapelan Sevilla entera liberar al móvil, será que el móvil está en cautividad, preso. No sé si en Sevilla 2 o en Puerto 3, en estas denominaciones carcelarias que parecen resultados de Liga.

Sevilla, la ciudad de la que se enamoran los poetas cuando pasean, es la que nos indigna a los prosaicos peatones, empapeladita de anuncios. Está llena de anuncios de fortuna, autoconstruidos por el que vende, alquila, da clases, portes, enseña bailes de salón, salsa, guitarra, ballet. No hay farola, poste, registro de semáforo, buzón de Correos, cabina de teléfonos, señal de tráfico donde no hayan pegado un Din A-4 de impresora, con el anuncio y con sus volantes recortables con el número de teléfono donde hay que llamar. La ciudad es un inmenso tablón de anuncios de la Facultad o del supermercado. Un guarro tablón de anuncios. Sales a la calle y parece que vives en la sección de anuncios por palabras del ABC. ¡Y me dan una angustia esos pobres móviles presos! Por todas partes: «Liberamos móviles»... Eso, eso, liberemos a los móviles. Y si de paso liberamos a Sevilla de la guarrería de los anuncios salvajes sobre la porquería de las pintadas, pues será ese sueño del que podamos enamorarnos sin necesidad de ser, como Rosa, poetas.


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