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Todo
lo de Sevilla acaba llegando a sus pueblos. Llegaron los
colores béneton, las ropas zaras, los zapatos pilarburgos,
las parcas cortefieleras, los zarcillos en la oreja y los
tatuajes en el hombro. Antes llegaron las dificultades para
aparcar, las rotondas, los planes de urbanismo, los hoteles
con encanto. Ahora, las inmobiliarias. En el pueblo todavía
no hay ninguna agencia que tenga los pisos y los chaleres
retratados en el escaparate.
-¿No se dice chalés?
-Se dice chalés cuando están en La Moraleja, pero cuando
están retratados en el escaparate de una inmobiliaria son
chaleres.
Y aunque no hay ninguna agencia con pisos retratados,
agentes de la propiedad inmobiliaria sí que existen. Media
docena. Uno de los cambios más importantes en la estructura
de propiedad de nuestros pueblos no hace referencia a que la
tierra haya cambiado de manos, que también. El cambio más
importante en la propiedad hace referencia al lenguaje. Ya
no hay corredores. No hay corredores en las casas, son ya
pasillos. Y corredores de los otros, tratantes,
intermediarios de compra y venta, ni uno. El que hasta ayer
era algo tan hermoso como «corredor de fincas», el tratante
de Toto León, es ahora agente de la propiedad inmobiliaria,
toma ya. Algunos llegan a más. Se ponen de mote lo de «brokers».
Y a un corredor le escuché el otro día decir que era un «dealer»,
que se pronuncia «díler». Anglicanismo (Carmen Calvo dixit),
al que encontrarán una etimología popular. Eso de «díler»,
que suena a bolero de noche de ronda, díle que la quiero,
díle que me muero, le hará decir a más de uno:
-¿Ah, tú eres díler? Pues díle al dueño de ese local que a
ver si me lo rebaja, y díle que como siga así, va a tener
que poner el mismo letrero que en Utrera aquella vez.
-¿Qué letrero?
-Que en un local con el cenizo se llevó mucho tiempo un
letrero que decía: «Se vende». Hasta que llegó un guasón y
puso debajo: «¿A que no?».
He vuelto al pueblo. Ha sido invadido por los carteles del
«¿a que no?». Parece que todo el pueblo está en venta. La
calle donde vivía el señorío, llena de letreros de «se
vende». Las casitas populares de cal y macetas en latas de
tomate del barrio alto, igual. Almoneda del dolor. En
Sevilla, pasas por las agencias de los pisos retratados y no
te da pena ver las fotos de los pisos. En el pueblo, en
cambio, pasas por la calle querida y cada letrero de «se
vende» es un trozo de tu propia memoria. Una casa del XVII,
unos herrajes de forja, unos tornapuntas generosos y
valientes en el balcón principal, quizá un blasón de piedra
antigua tienen el letrero de «Se vende». Y tú estás viendo
todavía salir por esta puerta a Mariquita, cuando iba con
Doña María, su madre, a la novena de la Virgen: dos velos de
blonda negra, una peina baja, dos devocionarios, cuatro
tacones bajos repicando sobre las losas del acerado. Y miras
el teléfono que pone en el cartel y estás viendo el viejo
teléfono que Don Juan, el señor de la casa, el padre de
Mariquita, el marido de doña María, tenía en su despacho.
Era como una caja de puros colgada en la pared, con una
manivela, un auricular y la voz desagradable y almidonada de
la telefonista: «Sevilla tiene demora, cuelgue que le
avisaremos». Y sigues mirando el letrero del corredor que
degenerando pasó a agente de la propiedad inmobiliaria y
adivinas tras la ventana el escritorio romántico de Don
Juan, con las obras completas de su paisano Muñoz y Pabón,
con aquellos mágicos cristales minerales como pisapapeles.
Una última memoria del corazón está en venta en los pueblos
de mi Andalucía.
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