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-Señores,
vamos a tomarnos una copa, que es La Ina en punto.
Y tras el cristal, reloj de arena de plaza de toros, en río
de oro viejo de la nobleza que obliga, amanecía el braceo de
la yegua Espléndida o la agonía de Manuel Rodríguez en el
hospital de Linares. Su corbata de seda era un monumento al
signo de interrogación que preguntaba si al Sur de la
muralla de Adriano podía haber más caballerosidad británica
que aquel señor de Jerez. Y su gorra a cuadros del tentadero
de Los Alburejos decía que no. Como los caballos andaluces
de Alvarito certificaban con su baile que no había en toda
Austria una Real Escuela Española más nuestra que la suya.
Ni pluma mejor cortada que la que en el escritorio de El
Paquete recordaba 80 años a caballo o compilaba su tratado
sobre el toro bravo. A Sir Winston Churchill le dieron el
Nobel por escritor, el de Literatura, no el de la Paz por la
V de la victoria en la II Guerra Mundial. A don Álvaro le
dieron la medalla de Bellas Artes por sus bien plumeados
libros sobre el toro bravo, el caballo, el campo, la bodega.
Contemplaba el mundo desde una silla vaquera, la misma
altura literaria única de Fernando Villalón o de Manuel
Halcón. Su hermano Juan Pedro por octavas reales; él, en una
prosa con zahones y sombrero de ala ancha de su barrera de
Jerez o de Sevilla. Sabor a cerrado y a estribo.
-Señores, vamos a tomarnos una copa, que es La Ina en punto.
Y en la clepsidra de vino de Jerez se alzan las notas de
tienta de una vaca cárdena. O el bandolerismo a lo divino
que inventó, de coger el caballo y sacar toreando el dinero
con que hacer escuelas para los niños pobres de Jerez. El
Potra le da las espadas y Carnicerito de Málaga lo ampara
con su capote de gracia. A la vuelta de la lejana plaza, el
coche de cuadrillas, jaca con gasógeno caminito de Jerez,
enfila la recta de La Mancha. Vienen rezando los misterios
gozosos de un hombre de fe, de familia, de patria, que a
España le puso el nombre de Jerez. Y acaban las avemarías. Y
la gracia de ese Bernardo de Málaga fuerza adrede la
caricatura del agradaor: «Don Álvaro, vamos a echarnos otro
rosario...»
-Señores, vamos a tomarnos una copa, que es La Ina en punto.
Y en esa copa alzada reluce su bastón de alcalde de Jerez,
cuando hizo que Franco sacara de la cama al director del
Banco de Crédito Local porque en las arcas del ayuntamiento
no había un duro, ni para pagar a los municipales. En esa
copa alzada, Don Álvaro embrida ahora la Diputación de Cádiz
desde la presidencia de una provincia grande, hermosa,
extensa y diversa como un continente entero. Sonríe desde la
profundidad de sus ojos claros, con la alegría de unos
nietos rejoneadores que repiten los triunfos de Alvarito,
con el dolor de aquellas niñas que se le mataron en la
carretera, repitiendo la tragedia de su hija estribada.
Villalón buscaba toros con los ojos verdes y no los encontró
nunca, pero Don Álvaro, señor de los cerrados, sí que halló
el modo de que los suyos metieran la cara y repitieran la
embestida, como la vida repitió las suyas de desgracia que
superó con el capote de la fe.
Digo Don Álvaro y no hace falta que ponga Domecq. Lo que sí
hace falta que ponga es que ha muerto un tiempo, un espacio,
un señorío, la grandeza de un fin de raza.
Señores, vamos a tomarnos una copa, que don Álvaro murió
ayer en Los Alburejos. El sol alto del castillo, torre y
estrella, marcaba la hora exacta de una vida ejemplar de
señor, de padre de familia, de ganadero, de caballista, de
empresario, de torero, de creyente. Era La Ina en punto por
el meridiano de Jerez.
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