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El Recuadro   

 Antonio Burgos

ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Don Alvaro a La Ina en punto

-Señores, vamos a tomarnos una copa, que es La Ina en punto.

Y tras el cristal, reloj de arena de plaza de toros, en río de oro viejo de la nobleza que obliga, amanecía el braceo de la yegua Espléndida o la agonía de Manuel Rodríguez en el hospital de Linares. Su corbata de seda era un monumento al signo de interrogación que preguntaba si al Sur de la muralla de Adriano podía haber más caballerosidad británica que aquel señor de Jerez. Y su gorra a cuadros del tentadero de Los Alburejos decía que no. Como los caballos andaluces de Alvarito certificaban con su baile que no había en toda Austria una Real Escuela Española más nuestra que la suya. Ni pluma mejor cortada que la que en el escritorio de El Paquete recordaba 80 años a caballo o compilaba su tratado sobre el toro bravo. A Sir Winston Churchill le dieron el Nobel por escritor, el de Literatura, no el de la Paz por la V de la victoria en la II Guerra Mundial. A don Álvaro le dieron la medalla de Bellas Artes por sus bien plumeados libros sobre el toro bravo, el caballo, el campo, la bodega. Contemplaba el mundo desde una silla vaquera, la misma altura literaria única de Fernando Villalón o de Manuel Halcón. Su hermano Juan Pedro por octavas reales; él, en una prosa con zahones y sombrero de ala ancha de su barrera de Jerez o de Sevilla. Sabor a cerrado y a estribo.

-Señores, vamos a tomarnos una copa, que es La Ina en punto.

Y en la clepsidra de vino de Jerez se alzan las notas de tienta de una vaca cárdena. O el bandolerismo a lo divino que inventó, de coger el caballo y sacar toreando el dinero con que hacer escuelas para los niños pobres de Jerez. El Potra le da las espadas y Carnicerito de Málaga lo ampara con su capote de gracia. A la vuelta de la lejana plaza, el coche de cuadrillas, jaca con gasógeno caminito de Jerez, enfila la recta de La Mancha. Vienen rezando los misterios gozosos de un hombre de fe, de familia, de patria, que a España le puso el nombre de Jerez. Y acaban las avemarías. Y la gracia de ese Bernardo de Málaga fuerza adrede la caricatura del agradaor: «Don Álvaro, vamos a echarnos otro rosario...»

-Señores, vamos a tomarnos una copa, que es La Ina en punto.

Y en esa copa alzada reluce su bastón de alcalde de Jerez, cuando hizo que Franco sacara de la cama al director del Banco de Crédito Local porque en las arcas del ayuntamiento no había un duro, ni para pagar a los municipales. En esa copa alzada, Don Álvaro embrida ahora la Diputación de Cádiz desde la presidencia de una provincia grande, hermosa, extensa y diversa como un continente entero. Sonríe desde la profundidad de sus ojos claros, con la alegría de unos nietos rejoneadores que repiten los triunfos de Alvarito, con el dolor de aquellas niñas que se le mataron en la carretera, repitiendo la tragedia de su hija estribada. Villalón buscaba toros con los ojos verdes y no los encontró nunca, pero Don Álvaro, señor de los cerrados, sí que halló el modo de que los suyos metieran la cara y repitieran la embestida, como la vida repitió las suyas de desgracia que superó con el capote de la fe.

Digo Don Álvaro y no hace falta que ponga Domecq. Lo que sí hace falta que ponga es que ha muerto un tiempo, un espacio, un señorío, la grandeza de un fin de raza.

Señores, vamos a tomarnos una copa, que don Álvaro murió ayer en Los Alburejos. El sol alto del castillo, torre y estrella, marcaba la hora exacta de una vida ejemplar de señor, de padre de familia, de ganadero, de caballista, de empresario, de torero, de creyente. Era La Ina en punto por el meridiano de Jerez.



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