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En
la tapia de cal, un mármol recordaba al poeta del patio y el
limonero. Atardecer de otoño en la ciudad antigua de
espadañas. Echada a la calle, la España del «share» y de la
Chari que se sabe al dedillo las inexistentes obras
completas de toda mindundi que vaya traficando con sus
miserias de mostrador en mostrador por los platós de peaje,
aguardaba la llegada de los famosos. Era ese momento en que
la multitud aplaude todo lo que se mueve. Primero aplauden y
después preguntan. Les llevaban a domicilio la España que
sale en la tele. ¿En qué tele, en qué programa, por qué
causa? Ah, da lo mismo: en la tele. Cuantos iban llegando
eran reducidos a esa envidiada condición: «Este es uno que
sale en la tele». Por salir en la tele hay quien muere y
mata. Los aplausos, como la muerte, igualaban a todos. Al
torero con el académico, a la grande de España con la
actriz, al ministro con el futbolista. Cada cual se llevaba
su ración de aplausos.
Y en esto, zas, en un balcón, dos niñatos van, se asoman y
cuelgan dos banderas republicanas. Sobre un fondo de
Historia, las dos tricolores. De fabricación casera. Hay
banderas republicanas como las natillas de los restaurantes
de barrio: de fabricación casera. Banderas rojigualdas a las
que les han quitado una de las franjas coloradas y les han
cosido la banda morada del pendón de Castilla. Un color
tomado de oído. Un color desafinado. Era otro el respetable
y constitucional morado de la bandera de don Diego Martínez
Barrio. Un morado de orden, logia y utopía. No el morado
fingido de estos provocadores artefactos de fabricación
casera en forma de bandera. Más que la del 14 de abril les
sale una enseña así como de república remotamente
centroafricana con mangazos de Kofi Anan.
¿Y qué hizo la multitud cuando los dos niñatos sacaron su
provocación de fabricación casera? Lo que está mandado:
aplaudir. Dicen que algunos silbaron. Muy poco. Casi nada.
No hubo abucheo, no. Para eso hubiera sido necesario, quizá,
que se asomara al balcón el propio presidente de la
demagogia del abuelo Cebolleta que defendía precisamente esa
bandera. Ni vinieron los guardias a quitarla, ni nadie trepó
al balcón para hacerlo, ni pasó nada. En cuanto aparece una
tricolor, el paisaje se inunda de cobardía colectiva. Como
el otro día, cuando el Mienmano de Ernesto Maragall también
pasaba ante otro artefacto vexilológico tricolor de
fabricación casera, y tampoco ocurrió nada. Como no pasa
nada cuando llevan esa tela desafiante en toda cola de
manifestación que se desmadra.
Estaba el balcón colgado con las dos provocaciones y al
verlas pensé en la grandeza de todo cuanto estamos a punto
de perder y nos lo estamos jugando a los chinos. Gracias a
que España es la Monarquía Parlamentaria que trajo las
libertades, o viceversa, los provocadores pueden ir por ahí
con sus banderas republicanas, desafiando lo que les plazca.
Durante la II República, la Guardia de Asalto desembarcaba
de sus furgones descubiertos y se liaba a vergajazos con
quien osara enarbolar la bandera monárquica rojigualda,
poniéndole un ojo precisamente del color que le faltaba:
morado.
¿Grandeza o claudicación? Imagino que ante la España que
aplaude todo lo que se mueve hubieran sacado al balcón una
bandera de las llamadas del pájaro: la rojigualda
preconstitucional, con su águila de San Juan. ¿Se imaginan
la que se hubiera liado? Tan anticonstitucional es una
bandera como la otra, la republicana como la del pájaro.
Sendas antiguallas de regímenes afortunadamente archivados
en la Historia. Pero medidas con distintos raseros. Habrá
más de un provocador que estará ya preparando su bandera
tricolor de fabricación casera para cuando España celebre el
nacimiento del futuro heredero de la Corona. Cómo va a
sonreír el de la risita de sesión continua y el abuelo
Cebolleta cuando la vea. Más o menos como el Mienmano de
Ernesto Maragall.
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