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AUNQUE
tuvo dos varas doradas de hermano
mayor, Carretería y Pura y Limpia, siempre imaginé a don
Juan Castro Nocera con el palermo en la mano. El cirio
apagado que mantiene la llama de la tradición. Recuerdo
ahora así a Juan Castro. Con su palermo va de fiscal de paso
de las tradiciones de Sevilla. De celador del último tramo
de las costumbres clásicas cuya pérdida nos canta El Pali.
De diputado mayor de gobierno en la procesión de gloria de
la vida de los muchos barrios que componen el universo del
Arenal: la Carretería, la Cestería, el Baratillo, el
Postigo, las Atarazanas, el Pópulo.
Conocí a Juan Castro cuando el Consejo de Cofradías radicaba
en Los Venerables y no lo presidía un capillita, sino un
cura, don Emilio Aguilar Vera. Si no las cofradías, que
quizá también, Juan Castro inventó el Consejo, con José Luis
de la Rosa, con José Luis Campuzano y aquella nómina de
joseluises de una Semana Santa en la que no se sospechaba
entonces que había de conocer tiempos de mayor esplendor.
Juan Castro era La Carretería. Muchas hermandades son un
apellido, un nombre. En las clásicas, el máximo cambio que
se opera es el paso del poder de un apellido a otro. En La
Carretería, de los Contreras a los Castro, del gremio de
tejidos al de la paquetería, con el intermedio setefillesco
de don José Montoto de hermano mayor. Juan Castro hizo en la
calle Varflora el más difícil milagro sevillano: que La
Carretería se pareciera a La Carretería y a ninguna otra;
que fuera ni más ni menos que ella misma.
Aún lo estoy viendo en la capilla sin ampliaciones ni casa
de hermandad, en la siesta sosegada y en calma del Viernes
Santo. Juan Castro lleva puesta su mortaja. Quiero decir que
parte la pana lisa de su azul túnica carretera, la medalla
al cuello. En la mano tiene la lista de la cofradía. Este
año salen muchísimos nazarenos: ¡lo menos cien! Y Juan
Castro va pasando lista, muñidor de la mejor Sevilla, tramo
a tramo, insignia a insignia, cirio a cirio. Los nombres
familiares que va leyendo son como un rosario de los
misterios gozosos del Arenal. Así es su vida entera. Juan
Castro va desgranando cirio a cirio la gloria antigua y
romántica de la Virgen de la Luz o el seise hecho capillita
de la Pura y Limpia en el Arco.
Y luego, cuando se ha obrado el milagro de que los pasos no
sólo salgan de la capilla, sino que den la vuelta bajo los
geranios de un balcón, Juan Castro se pone su capirote, toma
su palermo y se pone a andar, a andar, a andar. Juan Castro
hacía Sevilla al andar. Al andar, palermo en mano, de
diputado mayor de Gobierno de Sevilla, Viernes Santo de
Carretería, Jueves de Corpus y romero, mañana de nardos y
campanas de la Virgen en agosto. Como hacía tertulia con mi
alfayate y me dejaba en su comercio las convocatorias de
cultos de nuestra Pura y Limpia y me comentaba los frutos de
su heracleo trabajo de levantar el decaído Corpus, un día le
dije:
-Don Juan: a usted se le da un palermo, se le pone en la
Venta Ruiz, y si es llevando una cofradía, es capaz de
llegar andando hasta Cádiz...
Por el barrio se le veía con su paso racheado. Inconfundible
andar de cofradía. Iba de Varflora al Arco, del Mayor Dolor
a la Pura y Limpia. Para Juan Castro, la capillita del Arco,
al cambio, era el Vaticano. Lo hizo valer y consiguió que
todo un Papa viniera a coronar a la verdadera Purísima, la
de Murillo es una copia. Por ese Arco, como una cofradía que
tiene que cumplir horario en La Campana ante el Supremo
Palquillo, se ha ido para siempre don Juan Castro. Habrá
llegado al cielo palermo en mano, con su andar racheado de
capillita clásico. Y habrá podido comprobar lo que creemos
firmemente todos los del Arenal: que el Arco del Postigo del
Aceite no da al río, sino directamente al cielo.
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