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Póngase
un azul celeste de cielo, no de primavera cegadora de luz,
no de invierno de alhucema y camilla, sino justo de este
andante maestoso final del tempo de Adviento.
Póngase un seise de la misma color de ese cielo, con
palillos que repiquen a lo divino boleras por rigodón de
Corte, de San Telmo mismo, con una breve orquesta de cámara,
en una tarde antigua del coro de la Catedral, delante del
verdadero altar mayor, y no del efímero del Jubileo, que es
como si oficiaran los pontificales en el córner
metropolitano y patriarcal.
Póngase sobre ese altar efímero, hogaño definitivo, como
haciendo pareja a ambos lados del crucero con el reloj que
da la hora exacta de las cinco y media para el paseíllo de
las cuadrillas de los seises, el cuadro de Alfonso Grosso,
procurando que la cara de la Virgen sea talmente La Que Es,
La Que Está junto al otro Arco, deseandito dejar su trono y
coger escaleras abajo del besamanos del día 8+10.
Póngase en el mejor cahíz de tierra el monumento de la Plaza
del Triunfo, con su cuarto y mitad de Miguel Cid, su
Martínez Montañés, sus tunas y su botellona a lo divino de
las vísperas; al fin y al cabo, «Tota pulchra es» suena a
goliarde sca canción de estudiantes. Gaudeamus.
Póngase a Murillo, por darle un apellido al purísimo azul
celeste Inmaculada de Sevilla. Sí, de Sevilla. En Roma los
bomberos de la Ciudad Eterna andan pidiendo escaleras para
subirle un ramo de flores en el monumento que está junto a
la Embajada de España, pero no es lo mismo. En Sevilla es el
propio Murillo, en persona, el que sin necesidad de escalera
alguna baja cada 8 de diciembre de los cielos que perdimos
para pintar del exacto color de la Pureza en la mejor
Sevilla soñada.
Póngase en Triana de nombre la dicha Pureza a la calle
Larga, para que así lleve el de la Esperanza marinera, y
puedan todos comprobar que las aguas del río se vuelven de
la color de la túnica de los nazarenos de La Estrella en
honor de la Inmaculada.
Póngase en la memoria sonora de Soria 9 a la Patrona de la
fiel Infantería, con el recuerdo de los Tercios de Flandes,
para que se haga de nuevo, con letra de himno, «el esplendor
de gloria de otros días».
Póngase una madrugada, una calle Francos, un silencio de
esparto y ruán, y un nazareno con una espada desnuda para
defender el Dogma y otro con la luz de la fe para creerlo,
junto a una bandera de la misma citada color celeste, que
tendrán la verdad de los primitivos defensores de la
Purísima.
Póngase una Calle Real de Castilleja de la Cuesta, y pín-tense
de celeste las rejas, los balcones, los zócalos, los
zaguanes, los corazones, las sevillanas de los Hermanos
Reyes, la parada de las carretas de Triana, los chorreones
del capote de Diego de los Reyes y hasta las tortas de
aceite.
Póngase a Molina, que no quería, y a los frailes de Regina,
que tampoco, y que traguen, pues todo el mundo en general a
voces, Reina escogida, diga que habéis sido concebida por
Sevilla con los mil nombres que a la Virgen se le da en su
tierra, todos los cuales se encierran en uno: Purísima.
Póngase un cordón celeste y blanco a la medalla de la
asociación de la Virgen de los Reyes, a la del Congreso
Mariano de 1929 con la Virgen de la Antigua, y sabrán aun
más de estos mil nombres que Sevilla le pone a la Purísima.
Póngase un latín, Sine Labe Concepta, y les saldrá el
Sinelabe de Gómez Millán en Las Cigarreras, y si lo traducen
al castellano, sin pecado concebida, les saldrá el Simpecado
azul de Rodríguez Ojeda en el Gran Poder.
Póngase finalmente en el Alfolí de la Sal, dando vista al
Arenal, un Postigo en forma de Arco triunfal de la Virgen,
para que pasen sus palios de vuelta a Triana; y junto a su
piedra, y a su pie, la mínima y máxima verdad de este tiempo
en Sevilla: la Pura y Limpia.
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