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LOS
sevillanos le decimos alcancía a la hucha, alcanfor a la
naftalina, alhucema al espliego, alfayates a los sastres de
la Hermandad de San Ildefonso. Los sevillanos jondos, de
pasadizo secreto del Rey Justiciero; los sevillanos fríos,
serios, jondos. Los sevillanos como Álvaro Pastor Torres,
que al calendario le dicen almanaque, y lo toman como una
alcancía, sin que huela a rancio alcanfor, sino a alhucema
nueva, y en las hojas de ese almanaque, como cartas a una
novia, como crucigrama con el yunque de los plateros de las
tiendecitas de la Plaza del Pan, como sudoku con números de
las loteras de Las Cuatro Esquinas de San José, van
escribiendo todos los días billetes de amor a la ciudad
querida. Saberes y sentires. Lecturas y visiones.
Intuiciones y certezas. Dudas y dogmas.
Todo eso es la Sevilla que Álvaro Pastor Torres acaba de
recoger en su almanaque literario «Diario de una ciudad: 365
imágenes de Sevilla». Son los textos que publicó con tanto
éxito de lectores en ABC, Una Sevilla soñada. ¿Inexistente
dice usted? Bueno, quizá, ¿y qué? ¿Pasa algo por inventarnos
la amada? ¿No se inventaba Don Quijote a Dulcinea, por qué
no ha de inventarse Don Álvaro, en la fuerza del sino
sevillano, a su Aldonza de San Lorenzo, donde está su
cofradía? Esa cofradía es una hermandad sevillanísima,
murubesca: La Soledad. En la ciudad de la bulla y de los
llenos hasta la bandera (del centenario del Sevilla,
Sevilla, Sevilla de El Arrebato), Álvaro Pastor Torres, como
Romero Murube, es de La Soledad. De la bulla minoritaria de
La Soledad. Juan Ramón de nazareno: a la inmensa minoría
siempre. Del Omega que cierra el Alfa perenne del Domingo de
Ramos. Siempre es Domingo de Ramos en el bronce de la palma
de la Giralda y siempre es Sábado Santo en las puertas de la
vida que se van cerrando tras La Soledad nuestra de cada día
en medio de la bulla de los llenos de Sevilla. En la Sevilla
de las murallas y las puertas, la muralla del tiempo de las
puertas de San Lorenzo. Que se cierran tras la exquisitez de
una Sevilla apolínea, que lleva a la Virgen sin palio ni
bambalinas, para que se obre, solo como Ella, el milagro de
una candelería alumbrando los siglos, las golondrinas de
Bécquer, la montesinesca calle de Santa Clara, los recuerdos
de El Pali en la caoba del mostrador de Casa Ovidio, junto
al Señor. Otro que también está Solo, y en San Lorenzo. Si
la Una acompañada por la Luna, el Otro, por el Sol que creó.
Joaquín González Moreno llamaba «los ángulos» a estas ahora
reunidas cartas diarias de amor de Álvaro Pastor a Sevilla.
A estas hojas del almanaque del amor le cambié el acento de
esos ángulos del ABC, y las llamé El Angulo. Como homenaje a
aquel lord inglés nacido en Sevilla que sabía de Murillo más
que Pacheco: don Diego Angulo Iñiguez. Llamo a estos
preciados billetes con foto El Angulo, como le decíamos en
la Facultad de Letras al manual de Historia del Arte de Don
Diego. Como los podría llamar el Ortiz de Zúñiga, o el
Rodrigo Caro, o el Peraza, o el Varflora si nos metemos para
el arrabal y guarda. O el Summa Artis Hispalensis condensado
en el SMS larguito de unas breves líneas donde va mezclado
lo popular y lo culto, Roma y Romaiquía, Casiodoro de Reina
y la Inquisición, el Barroco y lo alfonsí, lo alfonsí del
Rey Sabio y lo alfonsí del Rey XII+I de la Sevilla de la
Exposición, la Sevilla intramuros y el alfoz, lo soñado y lo
sufrido. Sevilla.
«Nulla die sine linea», decía Apeles. Sevilla, que sabe
latín, le ha dicho lo mismo a Álvaro Pastor Torres. Y como
es su novia, y Álvaro chamulla la lengua latina de Hércules
Fundador, le ha hecho caso. Ningún día sin línea que haga
bingo, sin un piropo a esa amada, en forma de billete de
amor por su Historia, su leyenda y sus grandezas. Como en el
disco dedicado de la radio de cretona en los corrales de
riadas y tranvías: «A Sevilla, de quien ella sabe».
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