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Se
escribe La Buhaira, pero ¿cómo se pronuncia? Lo he escuchado
de todas formas: Bujaira, Buaira, Buíra, Bujíra. Y nunca por
su verdadero nombre, antes de esta versión islamizante, en
la que Alfonso Lazo llama «la Media Memoria Histórica». La
Buhaira es la Huerta del Rey de toda la vida. El poder
escribe ahora Buhaira, pero en San Bernardo pronunciaban
Huerta del Rey. Así decía allí, junto al portalón con
tejaroz de la finca, una lápida cervantina. Azulejos que los
antiguos alumnos de Portaceli estamos hartos de ver. Me he
acordado de la Huerta del Rey al recibir «Plenitud», el
boletín de los A.A., y comprobar que en esta Sevilla de los
centenarios nadie ha conmemorado los cien años de la
fundación del colegio por otra parte más ligado al Sevilla
F.C.: el de los jesuitas. Sí, Portaceli, en Nervión, en la
Huerta del Rey donde el propio Araujo fue entrenador del
equipo de fútbol.
Portaceli, Colegio del Inmaculado Corazón de María, ex
Villasís, ex Pajaritos, fue fundado hace cien años, en 1905
y no lo hemos celebrado ni los antiguos alumnos a quienes
allí nos alentaron la vocación literaria. El himno decía:
«Corazón inmaculado, que nunca podré olvidar». Pues te hemos
olvidado, Corazón. Con decir que nadie ha pedido una calle
con el nombre de Colegio Portaceli por la nueva Sevilla que
se levanta en los que fueron sus campos de deportes está
dicho todo, en esta ciudad donde tomas dos días seguidos
café en el Laredo, y como te quinque un concejal, te ponen
una calle.
No fue Villasís-Portaceli el primer colegio de los jesuitas
en Sevilla. Desde 1554 hasta la expulsión de la Compañía por
Carlos III, tuvieron dos siglos abierto el Colegio de San
Hermenegildo, cuartel de Soria tras la Desamortización, de
cuyo derribo sólo queda la iglesia de tal nombre, en el
Duque. Tras algunos intentos de refundación, en 1905 el
Padre Tarín, «bajo tu manto sagrado», promovió el colegio
del Inmaculado Corazón de María, estableciéndolo en la casa
de los Marqueses de Villasís. En Villasís, vamos. Estuvo
abierto hasta 1932, en que la II República, tras disolver a
la Compañía, lo cerró, convirtiéndolo en Instituto Escuela
de la Institución Libre de Enseñanza. Se pudo burlar la
prohibición republicana con el fraude de ley de Pajaritos,
un centro seglar aparentemente distinto a Villasís,
promovido por los padres de alumnos. Pajaritos fue ese
Villasís en el exilio interior cuya crónica sentimental
irrepetible nos dejó Rafael Montesinos en «Los años
irreparables».
Terminada la guerra, en la que murieron tantos y tantos
alumnos y antiguos alumnos, el colegio vuelve a Villasís,
con su esplendor a lo Padre Coloma de congregantes y
proclamación de dignidades. Fue espejo de una cierta
Sevilla. Hasta que, pioneros en todo, hasta en lo malo, la
Compañía es la primera comunidad religiosa docente que pega
el pelotazo con el colegio del centro, Villasís a tomar por
saco: lo venden para que lo derriben y lo trasladan al alfoz.
La Marquesa de Tarifa había donado a los jesuitas la Huerta
del Rey (no Buhaira), donde Aníbal González iba a
construirle la basílica de la Milagrosa. Allí, en Portaceli,
se levantó el nuevo colegio, modernísimo, con los cuatro
pabellones iniciales de lo que iba a ser un Escorial
hispalense que nunca se remató. Al revés. Como una casa
grande venida a menos, la Compañía cada vez fue vendiendo
terrenos y más terrenos de Portaceli. En nuestros recuerdos
de partidos de fútbol de internos contra externos se levanta
hoy un Viapol cualquiera. A los antiguos alumnos nos
recalificaron el recuerdo de los recreos de pan con
chocolate. Antes, Villasís había sido derribado. Y así,
claro, cundió el mal ejemplo para la destrucción de Sevilla.
Todos los curas y monjas de la enseñanza e imitaron a los
jesuitas: Valle, Irlandesas, Escolapios, Maristas, Santo
Angel, Doctrina Cristiana... (Lo que nunca podrán derribar
serán los principios de excelencia que muchas generaciones
de sevillanos aprendimos allí, cien años de Corazón
Inmaculado que nunca podré olvidar.)
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