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FUE
la primera palabra que aprendí en vascuence: Zarraonaindía.
En los Jesuitas de Sevilla casi tuve una educación bilingüe.
Los carlistones del colegio, hijos de requetés, perdedores
en el bando de los vencedores de la guerra, me enseñaron
otras palabras vascas: Oriamendi, Zumalacárregui. Hasta que
llegamos a la inmersión vascuence del Padre Uriarte. Loyola
pura del Hermano Gárate, ignaciana cuna vasca, el Padre
Uriarte era tocayo de San Francisco Xavier. A Xavier, que
nos conocíamos al dedillo a través del pemaniano «Divino
impaciente» que los mayores representaban en la proclamación
de dignidades, lo mandó San Ignacio a Catai y Cipango. Y al
reverendo padre Francisco Javier Uriarte, S. J., lo habían
mandado, decían que represaliado, a la provincia bética.
Vista desde Deusto, la Bética sería para Uriarte como
Cipango para su tocayo Xavier, lejana y oscura, con aquellos
colegios tan literarios, como el Villasís sevillano de
Rafael Montesinos o como El Puerto. ¿Pues no que estos
compañeros de la Bética, pensaría Uriarte en su vascuence de
caserío, tienen un colegio en El Puerto donde en lugar de
presidentes de Altos Hornos salen premios Nobel como Juan
Ramón, y en vez de directores generales del Banco de Vizcaya
salen poetas mediopensionistas de marineros como Alberti?
En voz baja nos decían que el Padre Uriarte estaba en
Sevilla castigado, por vasco. Eso no nos inquietaba tanto
como su costumbre de tomar rapé. Se echaba todo el
amarillento rapé de Versalles sobre la pechera y el barrigón
de su sotana, que se sacudía con las manos tan tenaz como
inútilmente. Hasta que no vi las solapas de la chaqueta
cruzada de Antonio Díaz Cañabate no conocí una prenda con
más lámparas que el Murano de la sotana de rapé amarillento
y baboso del Padre Uriarte.
Que era profesor de Griego, pero que en realidad nos
enseñaba lengua y cultura vasca. Mitología vasca,
españolísima. Apenas sabíamos nada de los dioses del Olimpo
helénico, pero sí todo sobre las deidades del templo de San
Mamés. De Sófocles, Esquilo y Eurípides, nada: Zarra, Panizo
y Gainza. Aquel Athletic de Bilbao era España. Tan España
como el Oriamendi de los hijos de los requetés,
Zumalacárreguis a la andaluza. Ya digo; inmersión en la
parte vascongada de la cultura española. A la que
profesábamos una admiración mitológica. Por españolísima. El
Athletic era el único club que no fichaba extranjeros. En
cambio, Alvaro de Laiglesia, en «La Codoniz», llamaba al
Real Madrid el Madrileñín Club de Forasteros. Más español
que el vasquísimo Uriarte no había otro cura en el colegio.
Se le saltaban las lágrimas cuando nos cantaba el «Guernikako
arbola». O cuando nos enseñaba la letra en vascuence del
himno de la Compañía: «Fundador sois Ignacio y general...»
Sus días de gloria eran las visitas de su Athletic de Bilbao
al cercano Nervión. Nos contaba las hazañas de Zarra como el
héroe mitológico que en realidad era. Nos explicaba cómo
Zarra se dejaba la camiseta suelta muy por debajo de los
dedos, para que el árbitro no lo viera marcar goles con la
mano. No con la cabeza armada de Atenea; no con los alados
pies de Mercurio de Maracaná: con la mano. Y nada de Zarra a
secas: para nosotros era Telmo Zarraonaindía. El que
anduviese flojo en Griego, ya sabía: aprobaba seguro si se
incorporaba a la tropa de los internos, a los que Uriarte
llevaba obligatoriamente al campo de Nervión para aplaudir a
su Athletic de Zarra frente al Sevilla de Helenio Herrera.
Ese día de su patria vasca, el Padre Uriarte se ponía su
sotana más nueva, sin una sola brizna de rapé sobre la
pechera, para recibir a su España, su tierra, su patria. A
su héroe Zarra. Zarra ha muerto. Como otros han hecho que
mueran aquellas Vascongadas que el Padre Uriarte nos enseñó
a querer. Cuando le poníamos a España el nombre de Telmo
Zarraonaindía.
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