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El Recuadro   

 Antonio Burgos

ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Los ausentes involuntarios

Luego vinieron los funerales catedralicios, con políticos presidiendo y homilías arzobispales, los comunicados de condena, la repulsa desde la democracia, las manifestaciones en silencio, cuando ya todos nos atrevimos a llamar a la ETA por su nombre y asesinos a sus pistoleros. Pero en aquel tiempo llegaban vergonzantemente a una apartada pista del aeropuerto de San Pablo aviones del Ejército del Aire que habían despegado de Sondica, y que traían un ataúd cubierto por la bandera de España. Por España, asesinado por la ETA, había muerto aquel joven guardia civil de un pueblo de la marisma; aquel muchacho de una aldea del Andévalo que había ganado las oposiciones a policía nacional; aquel cabo primero del Ejército de la sierra de Cádiz que pensaba ir a la Academia de Suboficiales de Talern.

Cuando el avión con ese caído por España y sus libertades tomaba tierra, en el aeropuerto había una autoridad de cuarta fila, un enviado del Gobierno Civil, quizá alguien con estrellas en la bocamanga. Y estaba, eso siempre, el vestido negro de una madre, que recordaba el mantón de luto de la suya en aquellos otros tiempos en que también llegaban al pueblo muchachos jóvenes muertos en el frente. Y estaban, eso siempre, las lágrimas de hombre de un padre, que no tenía reparo en secárselas con un blanco pañuelo de campo, de trabajo, de honradez, de dignidad. Y estaba una familia destrozada, que pensaba en aquellos niños chicos que habían quedado en el pueblo, ajenos a todo, al cuidado de unas vecinas, en las calles donde doblaban las campanas de la torre de la iglesia cuando, al atardecer, antes que cerraran el cementerio, llegaban esos silenciosos ataúdes que habían traído hasta San Pablo en un avión militar, que nadie quería mirar, ante los que nadie quería rezar: las cajas de muertos de los caídos por España a manos de los asesinos de la ETA.

Ayer, en San Sebastián, un alcalde incalificable escanciaba champán de victoria sobre unas copas, con las que brindaban luego los que siempre estuvieron más cerca de los verdugos que de estas anónimas víctimas humildes, con cuya sangre algunos amasaron los cimientos de una inventada nación, en una tierra donde no hay otra que la de España. Y con el cinismo habitual, ese alcalde dijo que brindaban por «los ausentes involuntarios». «Los ausentes involuntarios», ya sabe usted, son esos guardias civiles andaluces, esos policías nacionales de nuestros pueblos de paz y esperanza, esos militares de la tierra que más alto precio pagó para que pudiera hacerse ante los asesinos esta claudicación a la que llaman cínicamente «proceso de paz». Molestan, molestan en esta hora las víctimas. Molestan estos caídos de los ataúdes del aeropuerto, que ni ante Dios ni ante sus familias serán héroes anónimos. Como molestan los que luego, cambiados los tiempos, con homilías arzobispales, ya unidos todos frente al enemigo de la libertad, conocimos por sus nombres: Alberto, Ascen, Antonio, Luis...

Como en un verso de Bécquer, qué triste la alegría de esta hora. ¡A buenas horas, mangas verdes, esta unión entre todos los partidos para acabar con la ETA! Qué tarde esa unidad de esperanza que incrédulamente veíamos escenificada en un Congreso de los Diputados donde reside la soberanía nacional que quizá haya sido ya vendida a trozos, por los virtuosos de la claudicación ante los terroristas. Que aunque siguen siendo tan asesinos como antier, abren ahora los telediarios con sus capuchas emboinadas; vamos, como si fuera el mensaje del Rey por Navidad. «Alto el fuego» celebran todos los que se olvidaron de aquellos ataúdes del aeropuerto. «Alto el fuego» es lo que ordenan los atacantes cuando los cercados resistentes se rinden y no disparan. Ojalá sea todo verdad y no otro engaño. ¿Cómo no vamos a querer acabar con la ETA? Ojalá hayamos acabado con la ETA y no haya sido al revés: que la ETA haya acabado con esta España en libertad que tanta sangre y tanto dolor nos ha costado.



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