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Ahora,
ahora es cuando de verdad se hace realidad el lema del
Ayuntamiento: «La construcción de un sueño». Más madera,
digo, más zancos, más nazarenos, más tambores, más cornetas,
más palios, más misterios, menos paso quiero, aguantarse esa
trasera, esa derecha alante, bueno, aguantarse ahí, las
llamadas las quiero muy cortitas, que esto de la Semana
Santa sí que es la construcción de un sueño.
No caminamos por las calles. Caminamos por un sueño. No
vemos las cofradías. Vemos el sueño del recuerdo que tenemos
de esa cofradía. Buscamos el mismo sitio, la misma hora, la
misma luz, la misma música, el mismo incienso, las mismas
lágrimas de la misma Virgen, los mismos andares del mismo
Nazareno, para confirmar que cuanto soñábamos sigue
existiendo. Cada sevillano lleva en estos días un notario
dentro, que con el corazón va levantando acta: acta de que
aquello existe. Doy fe de esta fe: escritura de propiedad de
que aquello es tan verdadero y tan suyo que le pertenece.
Como Miguel Hernández preguntaba a los andaluces de Jaén de
quién son esos olivos, no hay que preguntarles a los
andaluces de Sevilla de quién es este olivo del
Prendimiento, este olivo de la Oración en el Huerto, de
quién son estas cofradías: son de todos. De la memoria de
todos. Son nuestros. Herencia de familia. Quizá la mejor
herencia que nuestros padres nos dejaron. La herencia de la
sangre. Que llama, en la construcción de un sueño. Somos
hermanos o salimos de nazareno en la cofradía de la familia.
En la cofradía del padre, en la de la madre. La infancia es
un recuerdo de la cofradía de la familia, rito y regla del
padre saliendo de la casa vestido de nazareno, Rafael
Montesinos con la hora exacta del péndulo de un incensario
de plata. Solamente cuando somos mayores tomamos una
cofradía como propia, lo mismo que elegimos una mujer para
casarnos con ella. O ellas nos eligen. Las dos: la mujer y
la cofradía.
Pienso ahora en un sevillano que se llama Guillermo. Tenía
una cofradía de su familia de toda la vida. Era la de
Montensión, porque vivían frente, en la Plaza Los Carros.
Pero un Jueves Santo no sé si le miró los ojos a la Virgen
del Valle o si fue la Virgen del Valle la que lo miró a él
con sus ojos verdes. El flechazo cofradiero, que existe. Y
se prendó de la Virgen del Valle. Y decidió sentar plaza de
nazareno en la cofradía, apuntándose de hermano. ¿Quién
eligió a quién? ¿La Virgen a Guillermo o Guillermo a la
Virgen del Valle?
Construimos apasionadamente un sueño a lo largo del año. Un
sueño que sacamos a la calle en este día sin noche o esta
noche sin día, horas de arte mayor a las que aplicaría el
título de una copla de seises: «De gozo enajenado». Tan
enajenado, que no vemos a veces la realidad. Es la
proclamación de la ciudad soñada y quizá la negación de la
vivida y sufrida. Si pensamos en quienes sacan a la calle
este portento de perfecciones y conocemos sus limitaciones,
sus falsedades, sus maldades, a veces hasta su mal gusto,
concluimos que se opera una transubstanciación de la ciudad
y de sus vecinos. La soñamos. Hacemos realidad la utopía.
Llegamos a Itaca y nos pateamos sus calles. Nadie se fija en
el dolor de los balcones vacíos. Vía dolorosa. Sí,
muchísimas calles del centro y de los barrios son
estrictamente la Vía Dolorosa por sus balcones vacíos. A
excepción de los balcones de la carrera oficial, observen
que construimos el sueño de una maravilla que pasa ante
casas y casas y más casas con los balcones vacíos, donde no
vive nadie. Sevilla abandonada por los sevillanos. Quizás un
Titanic que se va hundiendo en sus propios recuerdos,
mientras la orquesta, digo, la banda, va tocando «Coronación
Macarena» para hacernos creer que Itaca existe y que quizá
le hayamos puesto el nombre de nuestra Esperanza.
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