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La
difícil ciudad tiene una gran fiesta literariamente
complicada. Si Francisco Robles se decidiera a hacer una
antología literaria de la Feria, le cabría en media resma de
papel. La Semana Santa tiene mucha subliteratura de pregón y
exaltación, mucho verso sensiblero y malo, pero al lado
cuenta con el prestigio de Nuñez, de Chaves, de Montesinos.
La Feria apenas tiene más que sevillanas ramplonas y
ratoneras que riman albero con torero y manzanilla con
Sevilla. Le falta a la Feria prestigio literario. En esa
hipotética antología, no iríamos más allá de un poco de
Bécquer, algo de Halcón, algún texto de Jesús de las Cuevas,
un romance de Laffón, media docena de artículos de Romero
Murube.
O un poema de Manuel Mantero, del que me acordé ayer en la
Feria.
Era una de estas casetas inmensas como el océano sanluqueño
de rebujito, de un grupo de empresa, en la estética
realísima de la calle Pascual Márquez. Más que el tópico del
ascua de luz, la realidad de la Feria es la estética Pascual
Márquez de las trastiendas de vasos de plástico que saca
Canal 47 haciendo el mejor «cinema verité» que director
alguno filmó de la Feria.
La familia que me hizo recordar el poema de Manuel Mantero
había tenido suerte. Se habían tenido que ir temprano a la
caseta sindical, porque habían cogido mesa de primera fila
de barandilla. Seguro que el padre de familia, al sentar los
reales en las sillas de tijera de Morales, dijo:
-Ea, esto es como un coche parado. Hemos cogido primera fila
de barrera.
Estaban todos. Los padres, las niñas, el niño, la tía. Y la
abuela. Abuela sevillana de pelo blanco y moño bajo, con sus
zarcillos de negro coral de luto, con ese estilo que marcaba
el señorío de los corrales, que lo había. Había señoras de
la clase trabajadora con mucha clase, más que algunas de la
clase, y esto no es un juego de palabras, sino un axioma de
la sociología sevillana. La abuela sevillana que estaba en
aquella mesa de junto a la barandilla de la caseta del grupo
de empresa llevaba en la mano un abanico. Miraba al paseo de
caballlistas. Pero no a los caballos que estaban pasando, a
los cientos de coches que se embotellaban en las esquinas,
esplendor de dinero y poderío bajo el sol de abril. La
abuela abría y cerraba el abanico como en el verso de una
copla, daba golpecitos con él sobre la mesa de tijera de los
botellines y las fantas fresquitas, y miraba con la mirada
como perdida los coches del paseo.
Era una antigua niña perdida en la Feria. Sus ojos miraban
sus recuerdos. Miraban el tiempo en que la Feria era de otra
forma y ella nunca pudo estar sentada en la mesa de una
caseta, y por todo lo alto, mira qué suerte hemos tenido,
primera fila de barrera, esto es como un coche parado. No,
esto es como un tiempo parado, que ahora mira la abuela
sevillana. No ve esta Feria, sino la del Prado y de las
fatigas, de los tranvías y de los corrales, de los mantones
de luto y de las riadas. Está viéndose joven, soltera, un
domingo de Feria, en un banco de las glorietas provinciales
de la Plaza de España. Han traído la caja de zapatos con el
tortillón y con los huevos duros y se los están tomando en
los bordes mismos del paraíso que les está cerrado, donde un
ángel con una espada de sol de abril los ha arrojado.
Y si comprendo a esta abuela sevillana mirando sus recuerdos
tristes de estos días alegres es porque he evocado el poema
de Manuel Mantero en su último libro «Equipaje». El poema
que se llama «Caseta de los niños perdidos»: «Hay un niño
retirado, silencioso, de ojos claros que me miran fijamente,
y yo lo miro. No es un niño, es un espejo». Todos somos
niños perdidos en la Feria. La Feria es un inmenso espejo
donde contemplamos cómo hemos construido la alegría sobre el
polvo de los pies de la tristeza.
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