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El Recuadro   

 Antonio Burgos

ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Niños perdidos en la Feria

La difícil ciudad tiene una gran fiesta literariamente complicada. Si Francisco Robles se decidiera a hacer una antología literaria de la Feria, le cabría en media resma de papel. La Semana Santa tiene mucha subliteratura de pregón y exaltación, mucho verso sensiblero y malo, pero al lado cuenta con el prestigio de Nuñez, de Chaves, de Montesinos. La Feria apenas tiene más que sevillanas ramplonas y ratoneras que riman albero con torero y manzanilla con Sevilla. Le falta a la Feria prestigio literario. En esa hipotética antología, no iríamos más allá de un poco de Bécquer, algo de Halcón, algún texto de Jesús de las Cuevas, un romance de Laffón, media docena de artículos de Romero Murube.

O un poema de Manuel Mantero, del que me acordé ayer en la Feria.

Era una de estas casetas inmensas como el océano sanluqueño de rebujito, de un grupo de empresa, en la estética realísima de la calle Pascual Márquez. Más que el tópico del ascua de luz, la realidad de la Feria es la estética Pascual Márquez de las trastiendas de vasos de plástico que saca Canal 47 haciendo el mejor «cinema verité» que director alguno filmó de la Feria.

La familia que me hizo recordar el poema de Manuel Mantero había tenido suerte. Se habían tenido que ir temprano a la caseta sindical, porque habían cogido mesa de primera fila de barandilla. Seguro que el padre de familia, al sentar los reales en las sillas de tijera de Morales, dijo:

-Ea, esto es como un coche parado. Hemos cogido primera fila de barrera.

Estaban todos. Los padres, las niñas, el niño, la tía. Y la abuela. Abuela sevillana de pelo blanco y moño bajo, con sus zarcillos de negro coral de luto, con ese estilo que marcaba el señorío de los corrales, que lo había. Había señoras de la clase trabajadora con mucha clase, más que algunas de la clase, y esto no es un juego de palabras, sino un axioma de la sociología sevillana. La abuela sevillana que estaba en aquella mesa de junto a la barandilla de la caseta del grupo de empresa llevaba en la mano un abanico. Miraba al paseo de caballlistas. Pero no a los caballos que estaban pasando, a los cientos de coches que se embotellaban en las esquinas, esplendor de dinero y poderío bajo el sol de abril. La abuela abría y cerraba el abanico como en el verso de una copla, daba golpecitos con él sobre la mesa de tijera de los botellines y las fantas fresquitas, y miraba con la mirada como perdida los coches del paseo.

Era una antigua niña perdida en la Feria. Sus ojos miraban sus recuerdos. Miraban el tiempo en que la Feria era de otra forma y ella nunca pudo estar sentada en la mesa de una caseta, y por todo lo alto, mira qué suerte hemos tenido, primera fila de barrera, esto es como un coche parado. No, esto es como un tiempo parado, que ahora mira la abuela sevillana. No ve esta Feria, sino la del Prado y de las fatigas, de los tranvías y de los corrales, de los mantones de luto y de las riadas. Está viéndose joven, soltera, un domingo de Feria, en un banco de las glorietas provinciales de la Plaza de España. Han traído la caja de zapatos con el tortillón y con los huevos duros y se los están tomando en los bordes mismos del paraíso que les está cerrado, donde un ángel con una espada de sol de abril los ha arrojado.

Y si comprendo a esta abuela sevillana mirando sus recuerdos tristes de estos días alegres es porque he evocado el poema de Manuel Mantero en su último libro «Equipaje». El poema que se llama «Caseta de los niños perdidos»: «Hay un niño retirado, silencioso, de ojos claros que me miran fijamente, y yo lo miro. No es un niño, es un espejo». Todos somos niños perdidos en la Feria. La Feria es un inmenso espejo donde contemplamos cómo hemos construido la alegría sobre el polvo de los pies de la tristeza
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