Fue
hace unas semanas. Caía la noche en su casa de La
Moraleja. Y era como si anocheciera en la Cruz de la Mar
de Chipiona, o en el Arco de la Macarena, de cercanos que
estaban aquellos recuerdos. Vestida con una larga túnica
romana como de prima de Escipión, el que plantó el faro,
su hermoso perfil afilado, como de moneda de plata
antigua, con el pelo recogido, Rocío Jurado se puso a
contarme de pronto recuerdos y recuerdos. Recuerdos de lo
sevillista que era su padre, que a los pollos de pelea que
criaba les tenía puestos los nombres de la Delantera Stuka:
Campanal era el más encampanado de la gallera de Chipiona.
Recuerdos de antiguos anuncios cantados de Radio Sevilla:
Norit el Borreguito, Tintes Iberia, es el Anís del Coral
el mejor de los mejores...
No, el mejor de los mejores
es el corazón por la garganta de esta mujer genial, de
esta guapa matrona romana del mismísimo pueblo de Escipión,
que ahora, cuando cae la tarde, como si fuera ayer, se
acuerda de una Virgen y de una saeta. ¿Habrá estado Rocío
en escenarios triunfales, en teatros de gloria? ¿Habrá
cantado miles de coplas y baladas? Que le quiten lo
cantado... Pero en esta hora del corazón abierto, cuando
cae la tarde en La Moraleja, y José Ortega Cano sigue
haciendo la mejor faena de su vida, el arrimón de amor de
puerta grande, se acuerda de Sevilla. De una saeta en
Sevilla. A la Virgen de la Esperanza. Cuando en 1964 el
barrio de la Macarena y Sevilla entera la llevaban a
coronar. Rocío entonces era una niña que quería ser
artista, a la que la mujer del Yoni había llevado a
Madrid. Un gran macareno, de los de plaza y centuria, la
subió al balcón del capiller, para que viera salir a la
Virgen camino de su coronación y le cantara una saeta. Se
lo dijo a Rafael de León, trovador delicadísimo de La Que
Está en San Gil en mil canciones. Al viejo poeta le
presentaron a Rocío, a la que dijo de sopetón:
-Niña, ¿tú sabes cantar
saetas?
-Hombre, mire usté, don
Rafaé, yo sé cantá saetas...de Chipiona.
Y Rafael, resuelto:
-Pues le vas a cantar una a
la Virgen cuando salga...
-Pero si estoy tan nerviosa
que no me acuerdo de ninguna letra, don Rafaé.
-Tú has la salía, que yo te
iré apuntando los versos...
Y así fue que la Virgen,
mariquillas de mayo, salió gloriosa en el paso de la
Coronación. Y Rocío se agarró con sus manos sudorosas de
nervios a los hierros del balcón del capiller. Y su voz
rompió el aire del Arco con la salida de la saeta:
-Ay yayai...
Y Rafael de León, con su
cabeza casi en el hombro de la niña, le dijo, bisbiseando
el verso como una oración:
- Con tu corona y tu pena...
Y la voz joven y nueva y
poderosa de Rocío proclamó al orbe macareno:
-Ay yayai, con tu corona y
tu pena...
Y Rafael, en el oído, como
desgranando su piropo en verso a la misma Madre de Dios en
su tocado:
- Qué guapa vas, Mare mía...
Y así fue saliendo, verso a
verso, nervio a nervio, aquella mar chipionera de plegaria
cantada, que el rompeolas del gentío le devolvía a la
emocionada niña Rocío con la espuma de un óle:
Con tu corona y tu pena,
qué guapa vas, Mare mía,
como una rosa morena,
como una estrella
encendía,
Esperanza y Macarena...
En el atardecer, en el largo
atardecer, ay, de La Moraleja o de una vida, Rocío me
recitaba la saeta como si de nuevo estuviera cantándosela
a la Virgen. Sí, se la estaba cantando. Como en estas
horas de dolor y cornejas siniestras se la decimos por su
voz a la Virgen que se llama como el sentimiento mismo que
tenemos todos los que queremos a Rocío: Esperanza.