En
esta Sevilla barroca y dual, las contradicciones vienen
enchampeladas, como si las pescaras con potera. Sevilla es
quizá la ciudad más cafetera del mundo. Donde más café se
toma. Donde mejor se hace, más cremoso. Donde mejor se
torrefacta, alquimia perfecta de las mezclas. Entre los
olores que perdimos, cielos de las esencias, hablábamos
aquí el otro día de cómo trasminaba La Trinidad a
fragancia de las plantas aromáticas que los Bordas
destilaban en la carretera de Carmona. Ahora evoco el
viejo olor de los tostaderos de café. La calle Marqués de
Paradas oliendo al café que tostaba Catunambú junto al
cine Avenida. La calle Azafrán oliendo al café Moca que
era como el acrónimo cremoso de Moisés Cobo Abascal. El
olor a Saimaza sin ojaneta por la calle Goyeneta.
Y aquí viene la
contradicción: en la ciudad más cafetera es donde hay
menos cafés. Viena, con los suyos monumentales e
históricos, no bebe la mitad del café que Sevilla. París,
con sus cafés, no tiene la teoría del cortado y del largo
de leche de Sevilla. Los cafés son un recuerdo. Un censo
de calidad perdida, en la ciudad paulatinamente degradada.
El recuerdo del Britz, que tiene escrito su camarero don
Juan Morales, en un libro sevillanísimo en busca de editor
del que tengo que hablar pronto. El recuerdo de La Punta
del Diamante, con don Santiago Montoto sentado en un
velador con cristalera a las Gradas. El recuerdo del Café
Madrid y sus buscadores de amores oscuros entre la tiza
azul y los tacos de los billares, como salidos de una
película de Garci. El recuerdo de los cafés de nuestros
bisabuelos: La Perla, La Perlita, El Hernal, El Plata.
De todo eso no nos queda más
que una miniatura de café, digna de todo elogio: el Bar
Laredo. Tiene menos de media docena de veladores que valen
un imperio. Son como un coche parado en la mejor Sevilla.
Desde esas cristaleras donde te tomas tu cortado te
aparecen la Plaza, la Catedral, la Giralda como en el
grabado de un viajero romántico.
Vayan urgentemente a los
veladores del Bar Laredo y pidan un café, si quieren
aferrarse a esta Sevilla que se nos va. (Inciso de pinrel
metido: esa sevillana no es de El Pali. La escribió Manuel
Garrido, el de «El Adiós», le puso música José Manuel Moya
y la cantaron Los Romeros de la Puebla. Como ven, aquí no
cruzamos los brazos para sacar los pinreles metidos en las
citas equivocadas.) Que iba diciendo que vayan, vayan al
Laredo antes del Corpus y tómense un café, o dos, en sus
veladores. Y miren hacia la Plaza. Y vean la portada del
Corpus, que este año reproduce la de los Salesianos de La
Trinidad, las verdaderas últimas puertas que se cierran en
la Semana Santa: ea, hasta el año que viene si el Cristo
de las Cinco Llagas quiere.
Y miren desde el Laredo,
junto la portada, los palos de Corpus, las velas antiguas
que evocan una Sevilla que aprovechaba hasta los suspiros
de viento en el muelle. Todo está como siempre ha estado.
Como siempre debió de estar. Desde el Laredo contemplan un
trozo de Sevilla que a pesar de los dinerales que se han
gastado, del empeño que han empleado, no se han cargado.
Todavía.
Portada y velas para soñar.
Copla de seises de la arquitectura efímera, hecha lona y
madera pintada. Contemplas la portada del Corpus y es como
si aún no hubieran asesinado el espíritu de la Avenida.
Como si no hubieran talado los árboles de nuestra
infancia. Como si no hubieran matado la vida de un centro
provinciano y sentimental, tan nuestro, tan agradable, tan
reposado, por donde el tiempo transcurría con lentitud de
delectación.
Corran y vayan, y vean este
trozo de Sevilla inalterable e inalterada antes que se la
carguen.
Por descontado que es carca,
reaccionaria, vetusta, caduca, rancia, opuesta a los
cambios.
Traduzco: es una
preciosidad, joé...