Cuando
se muere alguien que ha sido mucho en una cofradía, a la
Semana Santa siguiente ponen en la delantera del paso de
su especial devoción su simbólica vara de luto, terciada
sobre el respiradero, prendida con dos crespones negros.
La próxima Feria, en la Calle Bombita, a la altura del
número 40, tendrán que colgar una fila de farolillos de
luto. Farolillos negros en memoria de quien fue mucho,
muchísimo, en la Feria. Un madrileño que se hizo sevillano
por voluntad propia y como ofrenda de amor a su mujer: el
empresario hostelero don Enrique Fernández Asencio, el de
la cadena madrileña de restaurantes Charlot.
Hay días en que echa humo el
teletipo de los crisantemos, con las levas del
reclutamiento de La Canina que decía Romero Murube. Hoy es
uno de ellos. ¡Vaya martes y el número que va tras el 12!
A la semana de irse Rocío, o Hipólito el costalero de la
Virgen de los Reyes, o Enrique Becerra el de la Puerta
Carmona, a Enrique Fernández se lo lleva la misma leva de
la muerte que a don Juan Carrero, que al hijo mayor de
Javier Guardiola y Marta Medina, que a doña Pilar Dávila,
que al doctor Juan José Belmonte...
Enrique Fernández llegó a la
vida en Madrid en días de muerte. Cuando entraban las
Brigadas Internacionales, en 1936. Días de bombardeos y de
«No pasarán», con Caracol el del Bulto en el refugio
antiaéreo. Niño de postguerra que creció en ilustre casa,
otro de la Diputación de la Grandeza del Trabajo: hijo de
un tabernero de la calle Ayala. Trabajando, trabajando,
creó un emporio de puestos laborales para otros. Don
Francisco Gil Delgado, en la oración fúnebre ante sus
amigos en el tanatorio de San Jerónimo, dijo que a Enrique
Fernández se le salía el corazón de entregarlo a los
demás. Era feliz haciendo feliz a los demás. A esa
felicidad de los demás, como una declaración de amor a su
mujer, la gaditana Marisa Otero, le ponía sitios y fechas:
Feria en su caseta de Bombita 40; Rocío en la calle
Almonte, en los bajos de la casa de Amparito la Sanadora;
Carnaval de Cádiz en el local que alquilaba en La Viña
para que Marisa se hartara de oír chirigotas; Viernes de
Dolores de vísperas del gozo en su casa de Reyes
Católicos. Que era el patio y la cancela del mejor poema
de Semana Santa, de «El rito y la regla». Enrique se
compró la casa de los años irreparables de Rafael
Montesinos.
Y en todos esos sitios,
dando todo a todos. Ejerciendo un arte sevillano que se
está perdiendo: saber recibir, saber atender. ¿Quién de
aquí queda así en la Feria? No era un tabernero de Madrid:
era un gran señor de Sevilla, prendado de la ciudad que
enamoraba a su mujer. No sólo era generoso: era
espléndido. En Bombita 40, ante los farolillos negros,
esta Feria habrá también Vega Sicilia de luto, huevos de
codorniz con caviar de luto. Se desvivía dando gloria
bendita a los demás. Él, sobrio y frugal donde los haya,
ni bebía ni comía. Nunca lo vi sentado, de charlita.
Siempre de aquí para allá, tabernero de la amistad,
ofreciendo copas del mejor tinto, pasando platos con unas
tapas refinadísimas en las que echaba a volar su
imaginación de hostelero. Entusiasmado con Sevilla. Ganado
por Sevilla. Conquistado por su gente. ¿Que se le colaban
los gorrones en la caseta? Le daba igual. Disfrutaba hasta
viendo comer y beber a su costa a unos señores a los que
no conocía de nada. Y con la guasa de aquí que iba
aprendiendo, le decía a la fiel gobernanta de su casa:
-Adriana, atiende aquí a
estos amigos, que no comen nada.
Púos se estaban poniendo...
Y todo sin darse importancia. Sin aparentar. Sin
figuronear. Yo he visto a Enrique llorar al ver entrar en
La Campana a su Esperanza de traslados de Manolo García,
armaos y Parras de Enrique Pavón. Y dándonos las gracias
por admitirlo como uno de los nuestros. Enrique de mayor
quería ser sevillano, y lo fue. Fue feliz haciéndonos
felices. Su amigo don Francisco Gil Delgado puede
certificar que se ganó la gloria dando gloria bendita a
los demás.