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El Recuadro   

 Antonio Burgos

ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Farolillos de luto

Cuando se muere alguien que ha sido mucho en una cofradía, a la Semana Santa siguiente ponen en la delantera del paso de su especial devoción su simbólica vara de luto, terciada sobre el respiradero, prendida con dos crespones negros. La próxima Feria, en la Calle Bombita, a la altura del número 40, tendrán que colgar una fila de farolillos de luto. Farolillos negros en memoria de quien fue mucho, muchísimo, en la Feria. Un madrileño que se hizo sevillano por voluntad propia y como ofrenda de amor a su mujer: el empresario hostelero don Enrique Fernández Asencio, el de la cadena madrileña de restaurantes Charlot.
Hay días en que echa humo el teletipo de los crisantemos, con las levas del reclutamiento de La Canina que decía Romero Murube. Hoy es uno de ellos. ¡Vaya martes y el número que va tras el 12! A la semana de irse Rocío, o Hipólito el costalero de la Virgen de los Reyes, o Enrique Becerra el de la Puerta Carmona, a Enrique Fernández se lo lleva la misma leva de la muerte que a don Juan Carrero, que al hijo mayor de Javier Guardiola y Marta Medina, que a doña Pilar Dávila, que al doctor Juan José Belmonte...
Enrique Fernández llegó a la vida en Madrid en días de muerte. Cuando entraban las Brigadas Internacionales, en 1936. Días de bombardeos y de «No pasarán», con Caracol el del Bulto en el refugio antiaéreo. Niño de postguerra que creció en ilustre casa, otro de la Diputación de la Grandeza del Trabajo: hijo de un tabernero de la calle Ayala. Trabajando, trabajando, creó un emporio de puestos laborales para otros. Don Francisco Gil Delgado, en la oración fúnebre ante sus amigos en el tanatorio de San Jerónimo, dijo que a Enrique Fernández se le salía el corazón de entregarlo a los demás. Era feliz haciendo feliz a los demás. A esa felicidad de los demás, como una declaración de amor a su mujer, la gaditana Marisa Otero, le ponía sitios y fechas: Feria en su caseta de Bombita 40; Rocío en la calle Almonte, en los bajos de la casa de Amparito la Sanadora; Carnaval de Cádiz en el local que alquilaba en La Viña para que Marisa se hartara de oír chirigotas; Viernes de Dolores de vísperas del gozo en su casa de Reyes Católicos. Que era el patio y la cancela del mejor poema de Semana Santa, de «El rito y la regla». Enrique se compró la casa de los años irreparables de Rafael Montesinos.
Y en todos esos sitios, dando todo a todos. Ejerciendo un arte sevillano que se está perdiendo: saber recibir, saber atender. ¿Quién de aquí queda así en la Feria? No era un tabernero de Madrid: era un gran señor de Sevilla, prendado de la ciudad que enamoraba a su mujer. No sólo era generoso: era espléndido. En Bombita 40, ante los farolillos negros, esta Feria habrá también Vega Sicilia de luto, huevos de codorniz con caviar de luto. Se desvivía dando gloria bendita a los demás. Él, sobrio y frugal donde los haya, ni bebía ni comía. Nunca lo vi sentado, de charlita. Siempre de aquí para allá, tabernero de la amistad, ofreciendo copas del mejor tinto, pasando platos con unas tapas refinadísimas en las que echaba a volar su imaginación de hostelero. Entusiasmado con Sevilla. Ganado por Sevilla. Conquistado por su gente. ¿Que se le colaban los gorrones en la caseta? Le daba igual. Disfrutaba hasta viendo comer y beber a su costa a unos señores a los que no conocía de nada. Y con la guasa de aquí que iba aprendiendo, le decía a la fiel gobernanta de su casa:
-Adriana, atiende aquí a estos amigos, que no comen nada.
Púos se estaban poniendo... Y todo sin darse importancia. Sin aparentar. Sin figuronear. Yo he visto a Enrique llorar al ver entrar en La Campana a su Esperanza de traslados de Manolo García, armaos y Parras de Enrique Pavón. Y dándonos las gracias por admitirlo como uno de los nuestros. Enrique de mayor quería ser sevillano, y lo fue. Fue feliz haciéndonos felices. Su amigo don Francisco Gil Delgado puede certificar que se ganó la gloria dando gloria bendita a los demás.

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