PERTENEZCO
a la generación que vio la primera salida de Santa
Marta, a Rafael Franco mandar a la cuadrilla de Los
Ratones, a Marta Serrano cantar saetas desde su balcón
macareno. La generación que aún oyó la música montada de
Artillería 14, de Sagunto 7, los timbales y clarines de
los caballos de la Policía Armada. La generación que vio
a Manolo Ponce levantar la cofradía de San Benito o los
focos de los buques de la Armada iluminando a la
Esperanza cuando venía por el puente. La generación que
lo aprendió todo de la Semana Santa en la calle, viendo
cofradías, escuchando a los mayores, andando Sevilla de
cabo a rabo con el programa de «El Correo» como única
brújula, antes que Filiberto Mira inventase el cuadrante
del Programa de ABC.
Aquella generación apenas
tenía libros donde aprender de cofradías. Por los
resúmenes de historia del programa o por los artículos
de don Santiago Montoto sabíamos que había un libro que
le decían El Bermejo y otro que era El González de León.
Ninguno de nosotros los había tenido entre las manos.
Todo lo más habíamos llegado a conseguir «Cruz de Guía»,
que Manuel Sánchez del Arco había publicado el año que
nacimos, y donde sí que aprendimos de hermandades
gremiales, de pasos por el puente de barcas y de
desamortizaciones, de hermanos de luz y hermanos de
sangre, de reducciones y refundaciones.
De aquellos años a hoy, la
historia y la literatura cofradieras han contemplado una
floración como no hubo otra. Si el XX fue el Siglo de
Oro para las cofradías sevillanas, más para su
bibliografía. En el último tercio del siglo XX se ha
publicado sobre la Semana Santa de Sevilla mucho más que
en toda su historia. Con rigor unas veces, con excesiva
alegría otras. Obras fundamentales o absolutamente
prescindibles. Teorías sociológicas, estudios
lingüísticos, antologías, historias particulares y
generales, tratados sobre su patrimonio artístico.
Y hubo un hombre enviado
por Dios, cuyo nombre era Juan, que recopiló y revisó
todos estos saberes científica y sistemáticamente en sus
«Anales de las Cofradías». Acudió a los libros, a los
archivos, a las hemerotecas. Puso negro sobre blanco
todos los saberes cofradieros de antaño y hogaño. Y sin
el pecado de los investigadores profesionales, que es la
soberbia. Este sencillo hombre de Sevilla y de su
cofradía de Las Penas de San Vicente, llamado don Juan
Carrero Rodríguez, lo hizo con la humildad del verdadero
sabio, sabedor del tesoro documental que tenía entre las
manos, cauto a la hora de echar campanas al aire, de
poner paños al púlpito y de dar cuartos al pregonero,
¿será por pregoneros?
El analista Juan Carrero,
mi respetado vecino, se nos ha ido. Aún lo estoy viendo
por las esquinas de Bami, ceremonioso y cariñoso vecino
que iba como a pedir la venia en vez de café en el Bar
Timonel, con su cartera en la mano. Cartera colegial de
estudiante aplicado que prepara un parcial con los
apuntes que lleva dentro. He puesto «analista» y no es
que Carrero trabajara en el laboratorio del Virgen del
Rocío, por no salir del barrio. Es que Juan Carrero será
a la Historia de las Cofradías lo que Ortiz de Zúñiga o
Velázquez y Sánchez a la Historia de Sevilla. Nos deja
esa obra monumental, «los Anales de Carrero», aparte de
su utilísimo «Diccionario cofradiero». Se ha ido el
analista, pero nos ha dejado, legado de sevillanía, de
rigor, de trabajo, los papeles de su cartera, hechos
libros fundamentales. Cartera que ahora que ya no la
veré más por la esquina de la calle Castillo de Algo me
recuerda la de otro genio de su hermandad de Las Penas.
La cartera donde el maestro Antonio Pantión llevaba las
partituras de las marchas que por la Cuaresma nos tocaba
durante la misa en el armonio de Portaceli a aquellos
muchachos que no tuvimos, ay, los libros de Juan Carrero
para aprender a amar a Sevilla.