Usted ve lo
llenas que están las playas de Cádiz y de Huelva que
Sevilla hace suyas, ¿no? Pues por llenas que estén, no
hay en ellas un solo veraneante. Los veraneantes se han
acabado como las sombras arbóreas de la Avenida o las
paradas de autobuses de la Plaza Nueva. Quien veranea no
tiene conciencia de veraneante. El verbo veranear es un
arcaísmo. Cuando me llaman para una cita y una prisa,
digo:
-Perdona, no puedo, porque estoy de
veraneo.
Ahora, más que veraneo, hay vacaciones.
Costosísimas. Lujosísimas. El que no se va de crucero,
se marcha a Punta Cana, ¡cono con Punta Cana, parece que
lo regalan! La familia veranea unida. Como el veraneo,
ha desaparecido el rodríguez. Ya no hay más rodríguez
que Zapatero. Ningún marido se queda de rodríguez, en el
litoral urbano de las latas de fabada. Han desaparecido
aquellos veraneos antiguos, cuando la gente iba a tomar
los baños. Y no dos semanas, sino que empezaban por la
Virgen del Carmen y terminaban por San Miguel.
Y las playas les deben mucho a los
veraneantes que ya no hay. Antes que las playas fueran
como ahora, un alcalde del PSOE gastando dinero y
despilfarrando en inversiones no productivas para buscar
votos, a las playas les daban prestigio los veraneantes
de Sevilla. ¿Cuánto no le deberán Chipiona, Punta
Umbría, Rota, Mazagón o El Puerto a los veraneantes
sevillanos, a las familias que unían el lustre de su
apellido a una playa? Cada apellido de Sevilla está
ligado a una cofradía y a una playa. Si en cada playa
hicieran lo que con toda justicia han pensado en El
Rompido, los paseos marítimos estarían llenos de placas
y monolitos con apellidos de familias de Sevilla,
descubridores, precursores, propagandistas del veraneo
en esos paraísos.
Invito, pues, a los ayuntamientos
playeros a que imiten el ejemplo de Cartaya y hagan el
monumento al veraneante, con nombres y apellidos.
Cartaya ha dedicado el paseo marítimo en su playa de El
Rompido a la familia Pareja-Obregón, como precursores,
mantenedores y pregoneros de las excelencias del veraneo
en aquel rincón. Lo de pregonero va, naturalmente, por
Juan de Dios Pareja-Obregón, a quien le puse un día
Pareja-Pregón, por los miles de ellos perfectos que ha
dado, punto en el cual reclamo que a ver si una vez le
encargan el de la Semana Santa, para que nos dejemos de
testimonios cofrades y capilliteos y sepamos lo que es
una pieza poética de hartarse de llorar. A El Rompido
dedicó sus mejores horas Juan de Dios y su otro hermano
poeta, Manuel Pareja-Obregón, el dios fecundo de las
sevillanas, el compositor de media memoria de los
rocieros y de los feriantes, el autor de muchos símbolos
sonoros de nuestra tierra. Por El Rompido iba Joaquín
Pareja-Obregón, el caballero rejoneador, pura cultura
del viejo campo andaluz, con quien aún estoy recordando
una imborrable conversación en la caseta del Lebrero de
la Feria de Jerez. Y por El Rompido iba Celso, el
deportista campeón de todo lo que fuera ganar copas de
plata con una escopeta. Como ahora va Martín Pareja,
aquel torero que nos apasionó una tarde de debú y que
perdimos. Perdimos al Niño de Pepe Luis y perdimos al
Niño de Juan de Dios. Arte, arte puro de los
Pareja-Obregón. Arte que en el fonendo de mi querido
doctor Celso Pareja-Obregón se hace ciencia médica, todo
corazón en la clínica del Sagrado Corazón. Sevillanos de
arte que se hicieron todos, la familia entera, como tío
Juan de Dios: pregoneros. Pregoneros de El Rompido. Como
cada sevillano pregona las excelencias de la playa donde
va. Aunque el ayuntamiento no digo ya ponerle un paseo,
sino que no lo convide ni a una cervecita fresca después
del baño, ya que no es un veraneante, sino un
contribuyente que no vota en el pueblo.