HACE una calor
de noche antigua. Tan antigua, que hasta llega una
señora vendiendo jazmines. Un canasto de mimbre. Moñas
con su alambrito negro y su cartoncito, clásicas tela.
Trasminan el viejo pregón:
-¡Los jazmines, niña, los jazmines! ¡Qué
bien huelen los jazmines!
Estamos en Los Remedios. No queda otro
remedio que venirse a Los Remedios, levantada media
ciudad. Observen los zapatos de los turistas que a las
siete y media de la tarde se toman su paella de
reglamento en los veladores de Las Escobas. Llevan los
zapatos llenos de polvo. Parecería que vienen de la
feria si ese polvo fuera de albero, dorado como una caña
de manzanilla. Pero es color del absurdo, de este polvo
que a los que viven en el centro se les mete por todos
los rincones de la casa.
Estamos en Los Remedios. Por el final de
Virgen de Luján, por Virgen de las Montañas. Las
esquinas de las calles de Los Remedios parecen el cartel
de la Virgen de los Reyes. Miras las esquinas de Los
Remedios y siempre es el Día de la Virgen. Estamos en un
callejoncito peatonal con veladores. Silencio de acacias
en las aceras oscuras. Los Remedios tienen por aquí un
aire a Tardón, a Barzola.
Para valorar ese mundo de los bares de
Sevilla donde se come mucho mejor que en los
restaurantes de todos los tenedores del mundo, nos
sentamos en los veladores de un sitio que le llaman La
Cañera. Sí, como aquella cañera de 125 cañas, monumental
en su dorado, que colgaba tras el mostrador de Las Siete
Puertas. Sobre el velador, la gloria bendita de la
cerveza. El Munich interior de Sevilla, donde siempre
celebramos la Feria de la Cerveza, sea octubre o sea
agosto. Y las viejas tapas. Los camarones, antiguos,
trianeros, de cartuchito de estraza, de canasto de
marisquero. Y oh, maravilla, el tomate con sal. ¿Habrá
algo más simbólico del viejo verano, de sus noches al
fresco, que el humilde, el glorioso, el ilustre, el
fervoroso tomate con sal? Un tomate, un chorreoncito de
aceite, media salina de San Fernando, y la moviola del
tiempo. Como cuando El Gordito de Triana y Oliver
cantaban en viejas tabernas de tomate con sal y
conchitas de altramuces.
El tomate con sal detiene el tiempo en
esta noche de veladores y jazmines. Llega un músico
callejero, con una guitarra. Es un señor mayor, casi
anciano, pelo blanco, imagen de la derrota en la vida,
que parece salido del Hospital de la Caridad. Tiene un
pie llagado. Se apoya con dificultad en un grueso bastón
de palitroque. Cojea. Toma la sucia funda de lona negra
y saca la guitarra. Rasguea una falseta y se pone a
cantar. ¡Cómo canta de bien este hombre! ¡Qué cantes más
antiguos, más de jazmines y tomate con sal! Ahora canta
por malagueñas. Ahora, una media granaína. Suena la
noche a disco de pizarra. Y de pronto, unos señores que
están en otro velador le preguntan algo y hacen que el
cantaor se siente con ellos. Ha dejado de cantar. Ahora
rasguea en la guitarra la falseta de un fandango.
Guitarrista en la reunión de cabales. Y uno de los
clientes de la terraza rompe la calor de la noche y la
mareíta del río con un fandango impresionante. Fandango
de taberna vieja de Triana con tomates con sal,
altramuces y camarones. Y ahora una señora que está en
la reunión se arranca con otro fandango, por otro palo,
hecho ya el silencio, en este espontáneo festival
flamenco bajo las estrellas que nos hemos encontrado. Y
el fandanguillero del principio que vuelve con otro
cante. Y con otro.
«Esto nada más que pasa en Sevilla»,
comentan a mi espalda, con nuestro orgullo. Sé por qué.
Porque la ciudad resiste en el humilde frescor de unos
jazmines y en el sabor antiguo de algo tan definitivo
como la redondez del hemisferio de un tomate con sal.