Por la orillita
de la playa, marea baja, sol alto, viene sonando el
pregón desde las lejanas sombrillas por las que el
vendedor desaparece cuando lo llaman para comprarle:
- ¡Niña, vamos a la cerveza, a la fanta,
al cocacola, a la lai, a las papas fritas, al camarón
fresco, niña, al camarón!
Al de La Isla me recuerda, sus pelos, su
cadenón de oro, su tez de bronce, este gitanito que
viene por la orillita de la playa entonando su cante del
camarón, como Macandé pregonaba los caramelos de
Belmonte y de Vicente Pastor. Gitanito que a mí me da el
cante de la evocación.
Trae su mercancía en un vehículo
todoterreno de alta tecnología playera gaditana. No se
lo digan a nadie, pero ni los vehículos militares que
construye Santana en Linares son tan versátiles y
pegados al terreno. Los todoterrenos más ingeniosos y
potentes fueron diseñados en algún secreto lugar de
Cádiz. Algunos aseguran que en una accesoria del Cerro
del Moro. Sus planos secretos no los conoce nadie. Son
resultado de la alta tecnología punta del ingenio
andaluz. Son los carritos todoterreno para vender latas
fresquitas por la playa. Se cogen las ruedas de un
cochecapota de niño chico y el armazón de la mochila que
se le quedó pequeña a la Sandra para llevar los libros
al cole. Se coge un pulpo de gomas gordas y una nevera
de corcho blanco, se disponen sobre el armazón y las
ruedas del cochecapota y que le echen kilómetros de
playa y de marea vacía a este todoterreno que ahora,
para venderle la lai a la maría que está a régimen,
entra por la arena seca como Rommel avanzaba por el
desierto.
Cautivo y derrotado en mi nostalgia por
el pregón de los camarones que vendían por la Playa
Victoria los marisqueros de los cangrejos moros, cuando
mi hijo aprendía a andar en Cádiz con su tacataca, llamo
al gitanito de la carmela playera de alta tecnología
para comprarle. Al acercarse veo que los camarones no
vienen en la alta tecnología playera de su carrito
todoterreno. Los trae es un canastito. No un canasto
grande como los que llevaban los marisqueros del Bilindo
de la Plaza de América. Es un canasto minimalista. A la
medida del breve tesoro de los camarones. Si los
camarones costaran como el caviar iraní, ¿se imaginan
las tortas que se darían los pintamonas de la
gastronomía por tomarlos? ¡Con lo ricos que están los
camarones! Coges un puñadito de camarones, los que caben
entre pulgar, índice y corazón, y te llevas a la boca el
olor del veraneo de tu infancia, el yodo de Rota, los
corrales de Chipiona, las garitas de mimbre de la playa
de Cádiz, las gafas manoletinas de tu padre, aquel olor
a jazmines de tu madre.
El gitanito camaronero me despacha ahora
su fresco tesoro. En su canasto me suena la canción que
nos cantaba mi tía María en Rota: «Yo no quiero
camarones/porque me dan mucho asco/,porque el tío que
los vende/ se mea en el canasto». Los camarones tenían
muy mala prensa. Decían que salían y entraban, de la
boca a las orejas, por las cabezas de los ahogados en el
río que sacaba el buzo de Triana. ¿Y a mí qué me
importa, si ahora, como entonces, el gitanito camaronero
me está despachando un cartuchito? Una maravilla: un
cartuchito. No una bolsa de plástico, no un papel de
celofán: un cartuchito de papel de estraza, como el de
las almendras garrapiñadas del Domingo de Ramos, que el
gitanito trae ya liado y hecho. Unos dentro de otros,
como un largo capirote que estuviera esperando ese día
del gozo garrapiñado.
Y soñando, mirando al mar, en la orillita
de la marea vacía, estrellada por el reflejo del sol
sobre el nácar de las conchas de los ostiones, me voy
comiendo mi cartuchito de camarones. Huele a mar antigua
de trajes blancos de hilo y zapatos de dos colores.
Seguramente mañana va a hacer explosión el polvorín de
San Severiano en Cádiz y pasado, un toro de Miura va a
matar a Manolete en Linares.