Nos alojamos en un muy literario hotel de La Habana. En el Capri, de Vedado: calle 21, entre La Rampa y el Nacional. El hotel que levantaron los gángsteres de casino, garito, pistolón y ajuste de cuentas que evoca Mario Puzo en "El Padrino". Y una noche que nos habían invitado a una recepción oficial, nos pusimos nuestro sevillanísimo traje de mil rayas, a modo de etiqueta colonial, en aquella revolucionaria e igualitaria Habana proletaria, donde lo más refinado era la guayabera de manga larga. Guayabera a la que por Andalucía la Baja llamamos cubana, cuando es prenda de todas las Antillas y de todas las orillas estadounidenses, mexicanas y sudamericanas del Golfo y del Caribe.
En el viejo hotel de los gángsteres había, como en toda Cuba, restricciones comunistas a la libertad: uno de la Secreta en cada esquina y un delator Comité de Defensa de la Revolución en cada manzana. Y dentro de cada ascensor del hotel, una vieja funcionaria en un taburete, para controlar entradas y salidas. La ascensorista no te dejaba subir desde Carpeta ni bajar desde tu cuarto sin verificar tu tarjeta de huésped. Y con nuestro traje de mil rayas, camino de la recepción oficial, llegamos hasta el ascensor en nuestra planta del Hotel Capri. Lo llamamos, llegó, se abrió la puerta, entramos, y al vernos encorbatados y trajeados de mil rayas, a la ascensorista-policía, a la funcionaria del Partido, no sin un deje de nostalgia por todo lo perdido, le salió del alma una exclamación que no se nos olvida:
-- ¡Ay, caballero, qué tiempos! Así, así como usted va vestido iban aquí los hombres antes del triunfo de la revolución...
Volví de Cuba. Prometí no regresar hasta que hubiese libertad. Le escribí a la capital antillana un piropo gaditano en forma de habanera y me olvidé de la policial ascensorista de Hotel Capri. Hasta la otra mañana, yendo hacia Madrid en el Ave. El tren paró en Córdoba y subió un caballero extrañamente vestido para los tiempos y el mal gusto que corren. En aquel vagón de descamisados o encamisetados, muchos con pantalones cortos, otros con esos calzones ni cortos ni largos que aunque llaman piratas no parecen para el abordaje de navíos con tesoros, sino para ir a pescar ranas... En aquel vagón de gente de trapillo, de camisetas sin mangas con sudorosos y peludos sobacos fuera, sin una sola chaqueta ni una sola corbata, entró de pronto aquel atildado y elegante caballero mayor cordobés, impecable con su celestón traje de mil rayas a tono con su corbata azul. Comprendí entonces perfectamente el suspiro de añoranza de la policial ascensorista de La Habana, hace ya veinte años largos. Quién me iba a mí a decir entonces que iba a sentir aquí en esta España degradada lo que ella en la vieja Habana colonial tomada por los comunistas. Como que hasta estuve por acercarme al caballero del mil rayas, y entre viajeros en camiseta de baloncesto, calzonas y chanclas despatarrados por el vagón, decirle con el mismo deje de nostalgia de la ascensorista habanera:
-- ¡Ay, caballero, qué tiempos! Así, así como usted va vestido iban aquí los hombres antes del triunfo de la revolución...del mal gusto y de la ordinariez.