CUANDO el
difunto Pepe Estévez compró la marca y las bodegas
de Valdespino, le entró en el lote la imprenta de la
casa. Una pequeña imprenta bodeguera, de cuando las
industrias eran autosuficientes, apenas contrataban
nada fuera, y cada una tenía sus propios servicios
de todo lo imaginable. En vez de vender por chatarra
aquella imprenta donde se hacían las etiquetas, los
albaranes, las facturas y las cartas de Valdespino,
Pepe Estévez trasladó el taller tal como estaba a su
edificio de Real Tesoro, esa construcción reciente
de tan clásica arquitectura bodeguera, que la ves al
pasar por la CN-IV y te crees que es del siglo XVIII.
Cuando el difunto Estévez nos llevó a sus bodegas
para enseñarnos sus adquisiciones de pintura
contemporánea y de fondos de Picasso, cogió, me
subió al primer piso, me metió en la amplia sala
donde había montado la imprenta tal cual estaba en
la bodega, con sus chibaletes, sus cajas, sus
tórculos, sus prensas y sus minervas, y me dijo:
-Ea, curiosea por aquí, que a todo
esto tú le puedes sacar mucho más jugo que yo.
Era arqueología industrial pura, y
alerto del tesoro tipográfico de Real Tesoro a los
profesores que quieran enseñar a sus alumnos cómo
era una imprenta con plomo, tipos móviles,
componedores, ramas y galerines, antes que llegara
la impresión electrónica y Bill Gates entonara el
gorigori de la Galaxia Gutenberg. ¿Cuántas imprentas
clásicas, con plomo y chibaletes, quedan en
Andalucía? Deberían ser catalogadas como reliquias
industriales y subvencionadas. ¿Dónde queda, por
ejemplo, una linotipia en funcionamiento? Y el olor
de las imprentas... La tinta extendida en los
rodillos de las máquinas planas. El sonido de vaivén
de la minerva, pliega va, pliego viene, como un
exacto reloj de la memoria.
Ha habido un pintor, nacido entre
cajas tipográficas y planchas de litografía, que
igual que Pepe Estévez conservó ese mundo en la
imprentilla bodeguera en su complejo industrial de
Real Tesoro, lo ha mantenido en la memoria de sus
lienzos. Es el sevillano Joaquín Sáenz Zambrano. En
la Casa de la Provincia de Sevilla, hay ahora una
memoria visual de la imprenta, en los cuadros de su
exposición permanente «La imprenta de San Eloy».
Muchos alcanzamos a conocer esa imprenta de San
Eloy. Junto al Bar Arsenio, frente al quiosco de la
calle San Roque, delante del taurino Hotel Colón.
Era un patio de la calle San Eloy, al que se entraba
por un largo zaguán con apiladas resmas de papel.
Gráficas del Sur se llamaba aquel templo de la
tipografía, santuario gutemberguiano, cuyas columnas
de hierro fundido cayeron ante la invasión de las
tecnologías de la impresión offset y de la
composición digital. Era el taller de imprenta de la
familia del pintor Joaquín Sáenz. Ahora hay una
aséptica pulcritud de edificio rehabilitado en aquel
patio. Pero Joaquín ha levantado en sus cuadros la
memoria sentimental de la imprenta de la familia, de
donde salieron tantas convocatorias de cultos
cofradieros, tantos carteles de fiestas, de
festivales flamencos, páginas de tantos libros.
Muchas obras de Joaquín Romero Murube o de los
poetas sevillanos de la Generación del 50 llevan ese
pie de imprenta: «Gráficas del Sur». A nosotros
mismos nos imprimió allí Joaquín Sáenz nuestro
discurso de ingreso en la Real Academia de Buenas
Letras, con un cuidado y un regusto tipográfico como
de revista de la Generación del 27.
La exposición «La imprenta de San
Eloy» tiene, además, el interés de reflejar el
perdido mundo de chibaletes, tipos móviles,
componedores, ramas, galerines, linotipias. Vemos
ahora el Guadalquivir por la Punta del Verde o la
costa de Conil y nos parecen sacados de un cuadro de
Joaquín Sáenz. De igual modo, cuando Pepe Estévez me
estaba enseñando el real tesoro de la última
imprenta jerezana, me parecía que estaba dentro de
un cuadro de Sáenz con el patio de sus Gráficas del
Sur, «La imprenta de San Eloy».