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ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Torrijas de Torrijiano

Rosa G. Perea, mi correligionaria en la devoción por nuestros amos y señores los gatos, es una escritora sevillana que tiene un valor enorme. No sólo como poeta, autora de «Las manos de Pandora», sino como editora. Ojú. Para ser editor en Sevilla hay que tener más valor que Diego Puerta. Rosa ha fundado la editorial Jirones de Azul, en la que ha editado la novela de Fernando Carrasco sobre la mezquita, la de Lídice Pepper sobre un andaluz de tiempos de Tiberio, o el estudio de Jaime Passolas sobre Juan de Mesa que fue presentado ayer tarde.
Rosa, trianera, tenía su editorial en la calle Betis. Mas para cumplir los duales, de Esperanza a Esperanza, se ha trasladado a la Macarena. Propiamente dicha. A extramuros del Arco. A los Callejones. A un local en una calle con derecho a verle la cara a la Esperanza cuando vuelve cansada: Torrijiano. ¿O es Torrigiano? La ortografía del nombre del escultor florentino que murió en Sevilla, Pietro Torrigiano (1472-1528), tiene sumida a Rosa en un mar de dudas. No sabe cómo escribirlo correctamente para los impresos y membretes con las señas de Jirones de Azul. En los rótulos de la calle, Rosa se ha encontrado el nombre escrito de las dos maneras. En la esquina de la peña Torres Macarenas, Torrijiano con J de Jaira. Y en la esquina del Bar Esperanza, Torrigiano con G, de Guapa, Guapa, Guapa, como gritaban antaño a la Esperanza en la traducción del griego «Kejaritoméne» del ángel de la Anunciación, porque si los sevillanos sabemos latín, los macarenos, aparte de latín de Centuria Romana, saben griego.
Rosa me pregunta cómo debe poner el nombre de la calle, si Torrigiano o Torrijiano. Trabajo gustoso el que Rosa me ha dado: enfrascarme en la bibliografía sobre el escultor, desde la «Vita di Torrigiano» de Giorgio Vasari a la autobiografía de su compañero Benvenuto Cellini, mis apuntes de clase de Historia del Arte con Hernández Díaz o el monumental «Diccionario histórico de las calles de Sevilla» de Antonio Collantes, Josefina Cruz, Rogelio Reyes y Salvador Rodríguez Becerra. En esas obras he refrescado la figura, tan literaria, del escultor florentino discípulo de Miguel Ángel, que recaló en 1521 en la mejor Sevilla del Renacimiento. Diz que huyendo, pues se mosqueó un día con su maestro y le arreó en toda la cara con el martillo de cincelar esculturas, desfigurándosela y poniéndosela como de boxeador. Como Miguel Ángel lo quería matar, Torrigiano se juannajó de Italia y refugió en Sevilla, que lo acogió como la ciudad suele. Como entonces no había cofradías en lista de espera para ir a La Campana ni por tanto encargos de Cristos y Vírgenes, se dedicó a esculpir los relieves del Hospital de la Sangre o la imagen de San Jerónimo del monasterio de ese nombre, el que ahora está en el Museo. San Jerónimo tiene esa fuerza expresiva con la piedra en su mano dispuesto a pegarse el leñazo porque es un autorretrato: así debió de coger Torrigiano el martillo para arrearle en toda la cara a Miguel Ángel, que era para darle... Y aquí en Sevilla murió Torrigiano, dicen que encarcelado y condenado por la Inquisición. Vamos, como Pablo de Olavide, pero sin nombre de Universidad. Sólo con calle macarena, que le dedicaron en 1859. Y que según el solventísimo «Diccionario» citado, se escribe aquí en Sevilla con J: Torrijiano. Esta es mi conclusión: que aquel Torrigiano florentino que llegó huido a nuestra ciudad, y cuyo nombre así escribe la Historia del Arte, se sevillanizó y macarenizó en Torrijiano, con J de torrija, que es como deben poner todos los rótulos de su calle y el recado de escribir que Rosa G. Perea mandará a la imprenta.
Que esto no salga de la OTAN, pero Rosa quizá edite pronto un libro que conmocionará la Historia del Arte. Es sobre la mejor obra de Torrijiano, que nadie ha estudiado ni reivindicado; la invención de la torrija sevillana, cofradiera y cuaresmal. A Torrijiano, tieso como estaba, se le ocurrió un día, canino, empapar rebanás de pan duro en leche, freírlas y echarles miel. Y les puso su nombre: torrijas de Torrijiano. Ese libro que está haciendo tantísima falta se debe titular, pues, a lo Vasari, «Pedro Torrijiano, inventor de la torrija». A ver si los gatos me dejan tiempo, lo escribo un día de éstos y me lo publicas en tu editorial de la calle Torrijiano, Rosa. ¿Dónde mejor?

 

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