Rosa
G. Perea, mi correligionaria
en la devoción por nuestros
amos y señores los gatos, es
una escritora sevillana que
tiene un valor enorme. No sólo
como poeta, autora de «Las
manos de Pandora», sino como
editora. Ojú. Para ser editor
en Sevilla hay que tener más
valor que Diego Puerta. Rosa
ha fundado la editorial
Jirones de Azul, en la que ha
editado la novela de Fernando
Carrasco sobre la mezquita, la
de Lídice Pepper sobre un
andaluz de tiempos de Tiberio,
o el estudio de Jaime Passolas
sobre Juan de Mesa que fue
presentado ayer tarde.
Rosa, trianera, tenía su
editorial en la calle Betis.
Mas para cumplir los duales,
de Esperanza a Esperanza, se
ha trasladado a la Macarena.
Propiamente dicha. A
extramuros del Arco. A los
Callejones. A un local en una
calle con derecho a verle la
cara a la Esperanza cuando
vuelve cansada: Torrijiano. ¿O
es Torrigiano? La ortografía
del nombre del escultor
florentino que murió en
Sevilla, Pietro Torrigiano
(1472-1528), tiene sumida a
Rosa en un mar de dudas. No
sabe cómo escribirlo
correctamente para los
impresos y membretes con las
señas de Jirones de Azul. En
los rótulos de la calle, Rosa
se ha encontrado el nombre
escrito de las dos maneras. En
la esquina de la peña Torres
Macarenas, Torrijiano con J de
Jaira. Y en la esquina del Bar
Esperanza, Torrigiano con G,
de Guapa, Guapa, Guapa, como
gritaban antaño a la Esperanza
en la traducción del griego «Kejaritoméne»
del ángel de la Anunciación,
porque si los sevillanos
sabemos latín, los macarenos,
aparte de latín de Centuria
Romana, saben griego.
Rosa me pregunta cómo debe
poner el nombre de la calle,
si Torrigiano o Torrijiano.
Trabajo gustoso el que Rosa me
ha dado: enfrascarme en la
bibliografía sobre el
escultor, desde la «Vita di
Torrigiano» de Giorgio Vasari
a la autobiografía de su
compañero Benvenuto Cellini,
mis apuntes de clase de
Historia del Arte con
Hernández Díaz o el monumental
«Diccionario histórico de las
calles de Sevilla» de Antonio
Collantes, Josefina Cruz,
Rogelio Reyes y Salvador
Rodríguez Becerra. En esas
obras he refrescado la figura,
tan literaria, del escultor
florentino discípulo de Miguel
Ángel, que recaló en 1521 en
la mejor Sevilla del
Renacimiento. Diz que huyendo,
pues se mosqueó un día con su
maestro y le arreó en toda la
cara con el martillo de
cincelar esculturas,
desfigurándosela y
poniéndosela como de boxeador.
Como Miguel Ángel lo quería
matar, Torrigiano se juannajó
de Italia y refugió en
Sevilla, que lo acogió como la
ciudad suele. Como entonces no
había cofradías en lista de
espera para ir a La Campana ni
por tanto encargos de Cristos
y Vírgenes, se dedicó a
esculpir los relieves del
Hospital de la Sangre o la
imagen de San Jerónimo del
monasterio de ese nombre, el
que ahora está en el Museo.
San Jerónimo tiene esa fuerza
expresiva con la piedra en su
mano dispuesto a pegarse el
leñazo porque es un
autorretrato: así debió de
coger Torrigiano el martillo
para arrearle en toda la cara
a Miguel Ángel, que era para
darle... Y aquí en Sevilla
murió Torrigiano, dicen que
encarcelado y condenado por la
Inquisición. Vamos, como Pablo
de Olavide, pero sin nombre de
Universidad. Sólo con calle
macarena, que le dedicaron en
1859. Y que según el
solventísimo «Diccionario»
citado, se escribe aquí en
Sevilla con J: Torrijiano.
Esta es mi conclusión: que
aquel Torrigiano florentino
que llegó huido a nuestra
ciudad, y cuyo nombre así
escribe la Historia del Arte,
se sevillanizó y macarenizó en
Torrijiano, con J de torrija,
que es como deben poner todos
los rótulos de su calle y el
recado de escribir que Rosa G.
Perea mandará a la imprenta.
Que esto no salga de la OTAN,
pero Rosa quizá edite pronto
un libro que conmocionará la
Historia del Arte. Es sobre la
mejor obra de Torrijiano, que
nadie ha estudiado ni
reivindicado; la invención de
la torrija sevillana,
cofradiera y cuaresmal. A
Torrijiano, tieso como estaba,
se le ocurrió un día, canino,
empapar rebanás de pan duro en
leche, freírlas y echarles
miel. Y les puso su nombre:
torrijas de Torrijiano. Ese
libro que está haciendo
tantísima falta se debe
titular, pues, a lo Vasari,
«Pedro Torrijiano, inventor de
la torrija». A ver si los
gatos me dejan tiempo, lo
escribo un día de éstos y me
lo publicas en tu editorial de
la calle Torrijiano, Rosa.
¿Dónde mejor?