Seguramente
fue un diseño marca de la casa. Como los que
presentan en la Pasarela Cibeles, pero en la
Pasarela del Ayuntamiento de Carmona. Hablo de
la boda de Victorio y Lucchino. Una boda de
diseño entre dos señores (bastante señores, por
cierto) del mismo sexo, la misma profesión y el
mismo sentido de la medida y la discreción.
Estoy y estaré totalmente en contra de que se le
llame «matrimonio» a la unión de dos señores a
efectos civiles. Pero con la misma convicción
añado que estoy completamente a favor de cómo lo
han hecho José Víctor Rodríguez y José Luis
Medina: con qué tacto y reserva, con qué sigilo,
sin el habitual exhibicionismo ofensivo para los
demás, sin dar tres cuartos al pregonero, sin
kilitos de exclusiva...
¡Y sin arroz,
hijos, sin arroz!
Qué maravilla, una
boda sin arroz, que parece que las patrocina La
Cigala. Echar arroz a los novios es una
ordinariez, sea en un matrimonio como Dios manda
o sea en la unión civil de dos señores o dos
señoras. La de los Luchinos ha sido también boda
sin pétalos de rosas. Moda tan impropia como el
uso de la sagrada palabra de la institución
canónica del matrimonio para otras cuestiones.
En Andalucía, hasta que vino la floreada modita
nupcial, sólo se echaban pétalos a las Vírgenes
de los barrios en Semana Santa o a Su Divina
Majestad en las procesiones eucarísticas de la
Pascua Florida. Petaladas les llamaban. Ahora
las petaladas las usan para pegarle el coñazo
floral a la Vanessa y al Israel cuando salen
casados de la parroquia o del salón de plenos.
Así que os
felicito, queridos José Luis y José Víctor. No
porque os hayáis casado, sino porque al hacerlo
secretamente con esa discreta elegancia hayáis
acabado con el cuadro habitual de la horterada
del arroz y de los pétalos. Y del convite. Hasta
las mejores familias caen en la ordinariez de
molestar a las amistades obligándolas a soportar
un espantoso convite nupcial. Que para mayor
ignominia, celebrarse suele en los chirlos
mirlos, en un cortijo que está lejísimos, donde
hay que llegar con un mapa que te dan para te
pierdas con pleno conocimiento de que te has
perdido. Y donde, al llegar, como vas tarde, te
tienes que tirar el almuerzo sentado junto al
director de una caja de ahorros, pesadísimo,
casado con una gorda imposible, que te importan
un bledo los dos, el pesado de la caja y la
gorda.
Sin arroz, sin
petalada, sin banquete, sin invitados pesados,
sin tener que perderse por esas carreteras
buscando La Hacienda de Tal o El Cortijo de
Cual, inhóspitos lugares dedicados a unas
celebraciones tan espantosas como el nombre que
las designa: «eventos»... ¡Esa boda ha tenido
que ser una maravilla! Y encima los amigos de
los novios se han ahorrado el regalo, que está
la cosa muy achuchada. Y ellos, de paso, se han
librado de verse la casa llena de ceniceros de
cristal espantosos y de paragüeros de cerámica
trianera, un horror.
En Sevilla se les
llama cariñosamente Los Luchinos, en la nómina
dual de parejas de su Historia. Sevilla da
parejas famosas como sus naranjos azahar. Hasta
ahora se trataba mayormente de hermanos: Los
Bécquer, Los Machado, Los Quintero, Los Gallos,
Los Guerra (ojú), Los Morancos, Los del Río... y
ahora, Los Luchinos, unidos por la reforma del
Código Civil . (Una amiga ya desaparecida,
genial, Bernardeta Vázquez Parladé, los llamaba
de una forma mucho más literaria: «Los Luchino y
Visconti».)
Pero si todas las
enumeradas no eran suficientes dichas para
felicitar a Los Luchinos por su suprema lección
de elegancia y discreción en su boda de diseño,
hay una superior. Hombre, ya era hora: ya era
hora de que dos señores conocidos se casaran
entre ellos en España y no acudieran a
restregarnos la boda por la cara la habitual
jarca, ¡vaya jarca!, de los profesionales del
escarnio. O sea, la Bibiana Fernández, la Pilar
Bardem, la Loles León, la Marián Conde, el
Zerolo, el otro y el de la moto. Es la vez
primera que veo que dos señores conocidos se
casan entre sí discretamente, sin
exhibicionismo... y sin tirarle su boda en la
cara a nadie. Por ejemplo, a las católicas que
los hicieron ricos encargándoles sus vestidos de
novia para casarse por la Iglesia en un
matrimonio como Dios manda.