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ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Un diseño de los Luchinos

Seguramente fue un diseño marca de la casa. Como los que presentan en la Pasarela Cibeles, pero en la Pasarela del Ayuntamiento de Carmona. Hablo de la boda de Victorio y Lucchino. Una boda de diseño entre dos señores (bastante señores, por cierto) del mismo sexo, la misma profesión y el mismo sentido de la medida y la discreción. Estoy y estaré totalmente en contra de que se le llame «matrimonio» a la unión de dos señores a efectos civiles. Pero con la misma convicción añado que estoy completamente a favor de cómo lo han hecho José Víctor Rodríguez y José Luis Medina: con qué tacto y reserva, con qué sigilo, sin el habitual exhibicionismo ofensivo para los demás, sin dar tres cuartos al pregonero, sin kilitos de exclusiva...
¡Y sin arroz, hijos, sin arroz!
Qué maravilla, una boda sin arroz, que parece que las patrocina La Cigala. Echar arroz a los novios es una ordinariez, sea en un matrimonio como Dios manda o sea en la unión civil de dos señores o dos señoras. La de los Luchinos ha sido también boda sin pétalos de rosas. Moda tan impropia como el uso de la sagrada palabra de la institución canónica del matrimonio para otras cuestiones. En Andalucía, hasta que vino la floreada modita nupcial, sólo se echaban pétalos a las Vírgenes de los barrios en Semana Santa o a Su Divina Majestad en las procesiones eucarísticas de la Pascua Florida. Petaladas les llamaban. Ahora las petaladas las usan para pegarle el coñazo floral a la Vanessa y al Israel cuando salen casados de la parroquia o del salón de plenos.
Así que os felicito, queridos José Luis y José Víctor. No porque os hayáis casado, sino porque al hacerlo secretamente con esa discreta elegancia hayáis acabado con el cuadro habitual de la horterada del arroz y de los pétalos. Y del convite. Hasta las mejores familias caen en la ordinariez de molestar a las amistades obligándolas a soportar un espantoso convite nupcial. Que para mayor ignominia, celebrarse suele en los chirlos mirlos, en un cortijo que está lejísimos, donde hay que llegar con un mapa que te dan para te pierdas con pleno conocimiento de que te has perdido. Y donde, al llegar, como vas tarde, te tienes que tirar el almuerzo sentado junto al director de una caja de ahorros, pesadísimo, casado con una gorda imposible, que te importan un bledo los dos, el pesado de la caja y la gorda.
Sin arroz, sin petalada, sin banquete, sin invitados pesados, sin tener que perderse por esas carreteras buscando La Hacienda de Tal o El Cortijo de Cual, inhóspitos lugares dedicados a unas celebraciones tan espantosas como el nombre que las designa: «eventos»... ¡Esa boda ha tenido que ser una maravilla! Y encima los amigos de los novios se han ahorrado el regalo, que está la cosa muy achuchada. Y ellos, de paso, se han librado de verse la casa llena de ceniceros de cristal espantosos y de paragüeros de cerámica trianera, un horror.
En Sevilla se les llama cariñosamente Los Luchinos, en la nómina dual de parejas de su Historia. Sevilla da parejas famosas como sus naranjos azahar. Hasta ahora se trataba mayormente de hermanos: Los Bécquer, Los Machado, Los Quintero, Los Gallos, Los Guerra (ojú), Los Morancos, Los del Río... y ahora, Los Luchinos, unidos por la reforma del Código Civil . (Una amiga ya desaparecida, genial, Bernardeta Vázquez Parladé, los llamaba de una forma mucho más literaria: «Los Luchino y Visconti».)
Pero si todas las enumeradas no eran suficientes dichas para felicitar a Los Luchinos por su suprema lección de elegancia y discreción en su boda de diseño, hay una superior. Hombre, ya era hora: ya era hora de que dos señores conocidos se casaran entre ellos en España y no acudieran a restregarnos la boda por la cara la habitual jarca, ¡vaya jarca!, de los profesionales del escarnio. O sea, la Bibiana Fernández, la Pilar Bardem, la Loles León, la Marián Conde, el Zerolo, el otro y el de la moto. Es la vez primera que veo que dos señores conocidos se casan entre sí discretamente, sin exhibicionismo... y sin tirarle su boda en la cara a nadie. Por ejemplo, a las católicas que los hicieron ricos encargándoles sus vestidos de novia para casarse por la Iglesia en un matrimonio como Dios manda.

 

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