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El Recuadro   

 El fútbol será sin goles

ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Alguaciles, seises, armaos

 

EN estas tardes de rito antiguo del Arenal, capitanes generales con mando en plaza, en plaza de los toros, andan los dos alguaciles imponiendo el orden por el callejón y por el albero. En Las Ventas el alguacil mayor lleva en sus manos un bastón de mando, que lo muestra en su diestra con el displicente orgullo imperial de un virrey de Indias cuando sale en su caballo a hacer el despejo, y con el que va luego dirigiendo por el callejón la perfecta sinfonía del reglamento. En Sevilla el alguacil no tiene vara de mando. Tiene una jaca castaña como escapada de un romance de Fernando Villalón, que con los blancos adornos de su mosquero, su breve cincha, su leve silla a la jineta, nos trae una estampa como de faena de campo. Saca el presidente el pañuelo, empieza a tocar la Banda de Tejera el pasodoble de la memoria, y más que a pedir la llave parece que los dos alguaciles van a galopar por un horizonte marismeño de palmitos y chumberas para devolver a la reata una becerra que se perdió por las blancas adelfas de un arroyo de juncos, solano y chicharras.
Ahora ha comenzado la corrida. Ya está el primero en la plaza. Ya lo han toreado de capote. Ya salen los montados. Y están los dos alguaciles, los niños del Quini, ejerciendo su autoridad mundial sobre el globo terráqueo del albero, surcado por los paralelos de las dos rayas rojas: el meridiano de Sevilla es la vara del piquero. Y si los contemplas desde lejos, desde la solanera, por encima del rojo olivo ves las plumas a la chamberga de su militar prenda de cabeza, como si por el callejón se paseara un velazqueño retrato de la Corte de los Austrias. Mira ahora el torero a esas plumas chambergas del callejón, pide el cambio de tercio, y el alguacil se descubre mirando al presidente, en una rúbrica que deja destocada su calva cabeza de mármol de Itálica.
En ese sombrero, dos plumas. Una blanca y otra colorada. Los verdaderos colores heráldicos de la bandera de Sevilla, antes que vexilólogos de alquiler, por la vanidad de un gerundio («siendo alcalde de Sevilla...») se inventaran una enseña carmesí en la ciudad del pendón de San Fernando y del tremolar de la copla de los campanilleros:
En el Arco de la Macarena
hay una bandera blanca y colorá...
La sevillana enseña blanca y colorá la arriaron en derrota del Iwo Kima del Palco del Príncipe, y tras la rendición izaron la espuria carmesí. La blanca y colorá ya sólo queda, ay, como una preciada reliquia, en las banderitas que llevan en sus atalajes los dos tiros de mulas. Y en los colores de las plumas del sombrero a la chamberga de los alguaciles. El año de la Exposición, en 1929, Luis Cernuda escribió en «Un río, un amor»:
Estar cansado tiene plumas,
tiene plumas graciosas como un loro,
plumas que desde luego nunca vuelan...
Como Sevilla está cansada de ser Sevilla, hartita de ser lo hermosa que es, tiene plumas. Plumas en sus tres máximos símbolos vivos. Plumas que desde luego nunca vuelan, pero que remontan bellezas y emociones como el pandero de una nostalgia de la infancia. Son las plumas de los alguaciles de la plaza de los toros, las plumas de los armaos de la Macarena y las plumas de los seises de la Catedral. En estas tardes de rito antiguo del Arenal miro en el callejón de su autoridad a los dos alguaciles y las plumas de su montera me parece que fuesen como un anticipo de la gloria con romero y juncia del Corpus, de la mañana de campanas y plata de la Custodia. Como si la celestial tropa de los seises tuviera dos plazas montadas, que por eso llevan los alguaciles estas rojiblancas plumas a la chamberga con los colores de Sevilla, con los colores del Corpus. Y pienso en el difunto Quini, cuya vida me ha dado la clave de estas plumas graciosas como un loro habanero de la Casa de la Moneda que tiene esta ciudad cansada de ser Sevilla. El difunto Quini fue alguacil y armao de la Macarena. Le faltó, ay, ser seise de niño. Se pavoneó con las plumas de Sevilla. Con esa pluma, pluma de armao, pluma de seise, pluma de alguacil, quisiera, oh Sevilla, haberte escrito este madrigal, vieja dama que estás en los cielos con vencejos, cansada de ser lo hermosa que eres.

 

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