EN
estas tardes de rito antiguo del Arenal,
capitanes generales con mando en plaza,
en plaza de los toros, andan los dos
alguaciles imponiendo el orden por el
callejón y por el albero. En Las Ventas
el alguacil mayor lleva en sus manos un
bastón de mando, que lo muestra en su
diestra con el displicente orgullo
imperial de un virrey de Indias cuando
sale en su caballo a hacer el despejo, y
con el que va luego dirigiendo por el
callejón la perfecta sinfonía del
reglamento. En Sevilla el alguacil no
tiene vara de mando. Tiene una jaca
castaña como escapada de un romance de
Fernando Villalón, que con los blancos
adornos de su mosquero, su breve cincha,
su leve silla a la jineta, nos trae una
estampa como de faena de campo. Saca el
presidente el pañuelo, empieza a tocar
la Banda de Tejera el pasodoble de la
memoria, y más que a pedir la llave
parece que los dos alguaciles van a
galopar por un horizonte marismeño de
palmitos y chumberas para devolver a la
reata una becerra que se perdió por las
blancas adelfas de un arroyo de juncos,
solano y chicharras.
Ahora ha
comenzado la corrida. Ya está el primero
en la plaza. Ya lo han toreado de
capote. Ya salen los montados. Y están
los dos alguaciles, los niños del Quini,
ejerciendo su autoridad mundial sobre el
globo terráqueo del albero, surcado por
los paralelos de las dos rayas rojas: el
meridiano de Sevilla es la vara del
piquero. Y si los contemplas desde
lejos, desde la solanera, por encima del
rojo olivo ves las plumas a la chamberga
de su militar prenda de cabeza, como si
por el callejón se paseara un velazqueño
retrato de la Corte de los Austrias.
Mira ahora el torero a esas plumas
chambergas del callejón, pide el cambio
de tercio, y el alguacil se descubre
mirando al presidente, en una rúbrica
que deja destocada su calva cabeza de
mármol de Itálica.
En ese
sombrero, dos plumas. Una blanca y otra
colorada. Los verdaderos colores
heráldicos de la bandera de Sevilla,
antes que vexilólogos de alquiler, por
la vanidad de un gerundio («siendo
alcalde de Sevilla...») se inventaran
una enseña carmesí en la ciudad del
pendón de San Fernando y del tremolar de
la copla de los campanilleros:
En el
Arco de la Macarena
hay una
bandera blanca y colorá...
La
sevillana enseña blanca y colorá la
arriaron en derrota del Iwo Kima del
Palco del Príncipe, y tras la rendición
izaron la espuria carmesí. La blanca y
colorá ya sólo queda, ay, como una
preciada reliquia, en las banderitas que
llevan en sus atalajes los dos tiros de
mulas. Y en los colores de las plumas
del sombrero a la chamberga de los
alguaciles. El año de la Exposición, en
1929, Luis Cernuda escribió en «Un río,
un amor»:
Estar
cansado tiene plumas,
tiene
plumas graciosas como un loro,
plumas
que desde luego nunca vuelan...
Como
Sevilla está cansada de ser Sevilla,
hartita de ser lo hermosa que es, tiene
plumas. Plumas en sus tres máximos
símbolos vivos. Plumas que desde luego
nunca vuelan, pero que remontan bellezas
y emociones como el pandero de una
nostalgia de la infancia. Son las plumas
de los alguaciles de la plaza de los
toros, las plumas de los armaos de la
Macarena y las plumas de los seises de
la Catedral. En estas tardes de rito
antiguo del Arenal miro en el callejón
de su autoridad a los dos alguaciles y
las plumas de su montera me parece que
fuesen como un anticipo de la gloria con
romero y juncia del Corpus, de la mañana
de campanas y plata de la Custodia. Como
si la celestial tropa de los seises
tuviera dos plazas montadas, que por eso
llevan los alguaciles estas rojiblancas
plumas a la chamberga con los colores de
Sevilla, con los colores del Corpus. Y
pienso en el difunto Quini, cuya vida me
ha dado la clave de estas plumas
graciosas como un loro habanero de la
Casa de la Moneda que tiene esta ciudad
cansada de ser Sevilla. El difunto Quini
fue alguacil y armao de la Macarena. Le
faltó, ay, ser seise de niño. Se pavoneó
con las plumas de Sevilla. Con esa
pluma, pluma de armao, pluma de seise,
pluma de alguacil, quisiera, oh Sevilla,
haberte escrito este madrigal, vieja
dama que estás en los cielos con
vencejos, cansada de ser lo hermosa que
eres.