DESDE
los tiempos de Hércules cuentan las
lenguas antiguas que fenicios y que
moros, que tartesios y abasidas, que las
legiones romanas que calentitos freían y
que se ponían púos de adobo y de
ensaladilla en los bares macarenos que
tabernas les decían... Que todos los que
llegaban en plan de asalto y conquista,
militares, caballeros, nobles, tiesos,
buscavidas, cogecosas, ganapanes,
santos, mártires, artistas, todos
echaban en falta en esta ciudad bendita
un mito que apenas tiene sus cien añitos
encima. Que en cuantito que llegaban, al
verla se descubrían, viendo esta ciudad
hermosa, del mundo la maravilla, con sus
torres, sus murallas, sus iglesias, sus
pavías, su papelón de pescao con chocos
y puntillitas, y cuando suenan tambores
y salen las cofradías, esos mares de
melaza donde navegan torrijas
empapochadas de gracia, empapadas en
almíbar. Todos se maravillaban y hasta
hincaban la rodilla (la Rodilla que ha
comprado por cierto el Café de Indias).
Genuflexos, entregados, la baba se les
caía, con el blanco del azahar y las
rojas buganvillas, blanco de nardos de
agosto y de jazmines que Siria envió
directamente por el Seur de la lírica
para que moñas llevaran en el pelo las
mocitas, aquellas que los claveles de
ningún mozo querían.
Todos los
conquistadores que a conquistarnos
venían resulta que se quedaban
encantados de la vida. Y a los dos o
tres añitos de estancia en estas
delicias, atrapados por la gracia que en
esta tierra se estila, salían de
nazarenos y hasta caseta ponían, su
entrada para los toros, un poco de
romería en Valme o en el Rocío, vamos,
pura Andalucía. Y en este punto,
ganados, conquistados por la dicha de
esta luz y de este aire, de esta gracia
pensativa, todos echaban en falta lo que
cualquiera imagina. Junto al puente de
Triana, que entonces aún no existía,
miraban la Catedral, miraban la
Giraldilla, miraban esa veleta que es,
por mujer, tan esquiva, y con la mano en
el pecho en voz alta repetían:
-El río se
llama Betis... ¿Pero dónde está el
Sevilla?
Los
estudios más recientes en la cuestión
rectifican aquello que se atribuye a
aquel gran rey de Castilla, al Santo Rey
Don Fernando que puso a la morería
mirando para la Meca y les dio la
carrerilla por la autopista de Cádiz
hacia el ferry de Algeciras. Porque
Silvio, el gran rockero, se equivocó una
mijita. Ya se sabe exactamente, y es una
verdad científica, lo que dijo San
Fernando desde su urna bendita, donde se
llevan las copas en cuantito se
conquistan, junto a la Virgen Patrona,
la del palio de tumbilla. No dijo nada
del Betis, es leyenda loperística. Estas
fueron sus palabras, doy la exactísima
cita:
-¿Por do
están las mis mesnadas blancas cual la
nieve alpina y rojas como la sangre de
mis reinos de Castilla? Fagamos ese
Pizjuán y fundemos el Sevilla, y que
luego Silvio venga y se hinque de
rodillas ante un escudo que tenga mi
abono en banco de pista, con Leandro e
Isidoro, que al verlo la gente diga: «Ea,
ya fundó San Fernando una peña
sevillista con el tío de las yemas y las
etimologías, que sólo falta una barra
con la cerveza fresquita, la tele, el
Marca y el As, el ABC de Sevilla, un
póster con Achucarro y otro con Lora y
con Hita, una foto de Juan Arza y otra
de Ramón Encinas».
Así que el
Sevilla tiene una historia más antigua
que la que todos celebran con razón en
estos días. Lo que canta El Arrebato es
de canción y poesía: libertad de los
poetas so pretexto de la rima. Esa
afición señorial lo sabe y lo certifica.
Fue San Fernando, señores, mis señores
sevillistas, quien tras ganar la ciudad
hizo la gesta mirífica de fundar con ese
nombre, ¿que iba a fundar? ¡El Sevilla!
Por eso
ganan las copas de cuatro en cuatro,
pues brindan, cada rincón con su copa,
jugando a las cuatro esquinas. Que es
para hartarse de copas. Yo, bético, alzo
la mía, y brindo por los señores, los
señores sevillistas, por Monchi y por
Juande Ramos, por Del Nido y la
plantilla. Brindo por todos ustedes,
señorío del Sevilla. Y sobre todo,
señores, por esta gloria bendita que ni
Sevilla ni Betis: esta gloria que es
Sevilla.