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ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Muerte en la calle Vida

Nunca en la calle Vida, la que empieza en la Plaza de Doña Elvira y acaba en las cadenas de la Judería, hubo un vecino más aferrado al nombre de esos azulejos puestos en una esquina que el que tenía su casa morada en la señalada con el número 2 de gobierno. Su nombre se escribía de dos formas. Por lo civil, Manuel Roca de Togores y Salinas; en el elenco de títulos del Reino, Conde de Luna. Pero en Sevilla se pronunciaban ambos como Manolo Roca. Pocos como Manuel Roca de Togores, ex teniente de hermano mayor de la Real Maestranza de Caballería, heridos por el rayo de la enfermedad de nuestro tiempo, se aferraron a la vida con su tenacidad, con su valentía, con su esperanza. Con su fe. Manolo Roca, hombre de campo, empresario agrícola, esforzado defensor y portavoz de los regantes del Bajo Guadalquivir, quería cortarle a la muerte el grifo de la vida que se le iba a caños por los veneros de su edad. Y durante muchos años lo consiguió, con la ayuda de Cristina, de la dulce Cristina de Lora, cuyos ojos brillaban con la misma esperanza que los de los rayos de Luna, con la mayúscula que se merecía su fe en superar el negro zaratán que el pecho le atenazaba y por el que el tiempo, ay, se le iba muriendo poco a poco entre sus brazos, como en un continuo descendimiento del Señor de la Quinta Angustia.
Los sevillanos conocieron a Manolo Roca como el gran teniente de hermano mayor de la Maestranza que sin perder un ápice de la tradición de aquel Real Cuerpo, lo adaptó a los tiempos, siempre en el servicio al Rey y a la Corona, y a esta Ciudad de Sevilla. Nadie podía imaginar lo que le gustaba una vanguardia a Manolo Roca, fuere en la apuesta por nombres de escritores y pensadores para el Pregón Taurino, fuere en la designación del pintor a quien se encargase el cartel de la temporada de los toros. Manolo Roca puso en hora el reloj de la plaza, que si siempre marca exactamente las seis y media de la tarde cuando el presidente saca el pañuelo y empieza la banda de Tejera a tocar el pasodoble «Plaza de la Maestranza», la verdad es que atrasaba bastante si se miraba desde el palco de los maestrantes adentro. El Conde de Luna lo puso en exacta hora. Con ilusión. Tanta, que, año a año, era tradición que yo me metiera con el mamarracho de cartel que Manolo Roca había encargado a un artista conocidísimo... en Nueva York. Hasta que supe que el animoso vecino de la calle Vida estaba aferrado a ella, luchando contra la muerte. Cuando un común amigo, Juan Manuel Blázquez, me lo anunció, le dije:
-Pues este año, aunque el cartel de los toros sea tan mamarracho como siempre, estando Manolo así, mira tú por dónde me va a encantar...
Así se hizo. Elogié el cartel de aquel año. El del chuletón de Avila era, o un horror así. Con misericordiosa ojana. Sabía que Manolo luchaba contra su cáncer y no era cosa de añadirle un disgusto, sino de darle una alegría. Manolo luchaba en Barcelona y en Estados Unidos, acompañado además por su amigo el pintor maestrante Juan María Maestre, que habría de hacerle el despeje, ay, en la negra plaza de la muerte. Le animó muchísimo mi elogio al cartel. Y cuando ya, tras aquella lucha tenaz, se recuperó bastante, casi del todo, y ya no le veíamos con aquellas impresionantes prendas de cabeza, y volvió a Sevilla, mientras nos tomábamos unas ostras en nuestras habituales convidadas mutuas por turno en Mariscos Emilio de la calle Génova, le dije:
-Pues, mira, Manolo, ahora que estás ya perfectamente bien y recuperado, he de decirte una cosa: el cartel de toros que te elogié cuando estabas tan malito sigue siendo una puta mierda...
Las carcajadas del Conde de Luna se oían hasta la esquina donde está Rodrigo de Triana en su estatua, con el dedo amputado por los gamberros. Hoy que ha muerto el gran teniente de la Maestranza, el gran leal al Rey, el gran empresario agrícola del regadío, el gran sevillano cabal, mi amigo Manolo Roca, vuelven a gustarme todos los carteles de su vida. Menos ese cartel en azulejos de Triana con el nombre de su calle, en la casa de aquel cernudiano e isabelino jardín del magnolio que asoma por encima de la tapia, Ya no está allí, luchando, ay, por la Vida este gran caballero de Sevilla y de su Real Maestranza que nos acaba de arrebatar la muerte.
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